Por Fazelminallah Qazizai para New Lines Magazine
Cómo una provincia afgana obligó a los islamistas a elegir entre la conveniencia política y la pureza ideológica
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Una tarde de verano de este año, me senté a hablar con un comandante talibán en el valle afgano de Bamiyán, una región que se convirtió en el crisol de la afirmación del grupo militante de haber moderado su ideología y su estilo de gobierno. Bamiyán se encuentra en el corazón de la región central de Hazarajat, considerada el hogar de los hazara, un grupo étnico de origen turco-mongol con una rica historia cultural. Tras la caída del gobierno del presidente Ashraf Ghani en 2021, Bamiyán cayó bajo el dominio del renacido “Emirato Islámico de Afganistán”, como los talibanes denominan al país. Los talibanes, en su mayoría de etnia pastún, se enfrentan ahora a la monumental tarea de gobernar un grupo étnico con el que mantienen profundas diferencias culturales, así como un historial de violencia y desconfianza. La forma en que afronten este reto puede decidir el futuro de su régimen en Afganistán.
Sentados bajo la lánguida luz del atardecer, mi conversación con el comandante talibán derivó hacia los tres temas que han dominado Afganistán durante el último medio siglo: política, religión y armas. Mientras hablábamos, sostenía su fusil Kalashnikov y se detuvo en un momento dado para observar la fecha de fabricación grabada entre el gatillo y la culata. “Se fabricó en 1976. Es más viejo que yo, que tú y que casi todos los que estamos aquí” comentó.
El comandante vestía un shalwar kameez que había visto días mejores, el algodón fino y deshilachado hasta el borde de la ruina. Su turbante era negro, sus ojos oscuros y su barba larga. Aunque ostentaba el título de “mawlawi”, que indicaba que era un erudito religioso, sus conocimientos del islam parecían rudimentarios en el mejor de los casos. Era educado y hospitalario, como solemos ser los afganos. Sin embargo, pronto quedó claro que era un mulá de pueblo que había aprendido su fe de hombres con una formación similar. En otras circunstancias, su mal informada piedad podría haber sido un detalle trivial. Pero cuanto más tiempo pasaba con él, más preocupante resultaba. Bajo el régimen talibán, Afganistán está gobernado por teócratas que no conocen otra cosa que la guerra. Para algunos, los años de derramamiento de sangre les motivan para reconciliarse con sus enemigos y hacer concesiones en aras de la paz. Para otros, los dolorosos recuerdos de sus sacrificios durante el conflicto alimentan ahora el deseo de convertir su victoria militar en una revolución cultural en toda regla.
Cuanto más hablaba el mawlawi, más claro quedaba el lado de la dicotomía él habitaba. Antaño comandante de rango medio en el corazón de los talibanes del sur, ahora era oficial del ejército del Emirato Islámico, con la responsabilidad de educar a sus compañeros soldados sobre la verdadera naturaleza de su religión. Creía que debería haber sido una tarea sencilla, y se enfadó al descubrir que no lo era. Cuanto más charlábamos, más revelaba su frustración por encontrarse con dificultades mundanas que nunca había imaginado durante sus días de combate. En la guerra contra los estadounidenses, se había definido contra un enemigo claro: la coalición liderada por Estados Unidos y los gobiernos afganos del Presidente Hamid Karzai y su sucesor Ghani. Procedía de una zona de mayoría pastún de la provincia de Ghazni y llevaba mucho tiempo rodeado de insurgentes de orígenes similares a los suyos.
Ahora, el mawlawi estaba destinado en una parte del país dominada por la etnia hazara, una comunidad minoritaria con costumbres y tradiciones diferentes. La mayoría de los hazaras son chiíes, pero incluso los suníes entre ellos ofenden su noción de lo que significa ser musulmán y afgano. “Sus mujeres, sus familias y su forma de tratar a los demás son opuestos a nuestra cultura. No estoy de acuerdo con ellos: su forma de pensar fue totalmente destruida por los estadounidenses. La cultura y la libertad que practican no es la nuestra, ni se practica en ninguna otra parte del país”. Me explicó sentado en una alfombra persa, probablemente dejada por las tropas de la OTAN asentadas en Bamiyán antes que él.
Tradicionalmente, los talibanes elaboraron su proyecto ideológico a partir de una interpretación del islam suní que combina la jurisprudencia hanafí clásica (una escuela de derecho islámico fundada por un teólogo en el Iraq del siglo VIII llamado Abu Hanifa, cuya familia procedía del centro de Afganistán) con una rama hanafí del siglo XIX en el subcontinente indio conocida como deobandismo. Su práctica religiosa también incorpora tradiciones locales, lo que les permite adoptar un enfoque algo más pragmático de la política.
Sin embargo, el pragmatismo de los talibanes también está en la raíz de algunos de sus problemas más intratables. Lejos de las grandes ciudades como Kabul y Kandahar, donde las restricciones a la libertad de expresión y a la educación de las niñas acaparan la atención de los medios de comunicación internacionales, los talibanes intentan equilibrar las exigencias de sus partidarios más radicales con la complicada realidad de gobernar una sociedad plural y multiétnica. Esta tensión es aguda en Bamiyán, una provincia de acantilados de arenisca y colinas onduladas, así como escenario en tiempos más recientes de levantamientos fallidos y masacres horribles.
En 1888, el emir Abdur Rahman Khan, que gobernó Afganistán de 1880 a 1901, ordenó una operación para destruir un movimiento de resistencia dirigido por los ancianos de Hazarajat, que se habían negado a pagar impuestos al gobierno central. Aunque más tarde el emir sería conocido por unir el país y ganarse a tribus antes hostiles, el recuerdo de las atrocidades perpetradas contra el pueblo de Hazarajat durante su gobierno sigue siendo una herida abierta en la historia afgana. Éste no sería el último episodio de violencia en Bamiyán. A finales de 1978, los habitantes de la región se levantaron de nuevo para luchar contra el gobierno central, que esta vez no era una monarquía tradicional, sino un régimen comunista aterradoramente moderno.
En Bamiyán surgió un movimiento de resistencia dirigido por los hazara llamado Shura e Itifaq e Islami para luchar contra los comunistas afganos y sus aliados soviéticos. El movimiento no fue el único de la región y, a pesar de ayudar a derrotar a los comunistas, pronto fue víctima de las luchas internas de las milicias que asolaron gran parte del país. Al igual que Kabul, Bamiyán cayó en una guerra civil que afectó incluso a miembros de la misma etnia. La paz no llegó hasta principios de la década de 1990, cuando se acordó administrar la provincia de Bamiyán bajo un consejo compuesto por representantes de todos los grupos étnicos y políticos locales.
Esta historia dejó un complejo legado en Bamiyán, con el que el Emirato Islámico debe lidiar ahora. Para algunos talibanes destacados en la zona, entre ellos el mal educado mawlawi de la vieja Kalashnikov, gobernar Afganistán ya se convirtió en un cáliz envenenado que les obliga a hacer concesiones inoportunas que van en contra de sus principios en nombre de la conveniencia. Sin embargo, junto a estos ideólogos existen talibanes de mentalidad más pragmática que consideran su regreso al gobierno como la oportunidad perfecta para demostrar a sus compatriotas afganos que pueden gobernar de forma integradora y adaptable. Comprender las fuerzas que impulsan estos dos puntos de vista contrapuestos en Bamiyán nos permite adentrarnos en los trascendentales debates teológicos y políticos que están teniendo lugar en todos los niveles dentro de los talibanes.
Era finales de verano cuando visité Bamiyán. La ruta me llevó a través de la vecina provincia de Wardak, con sus verdes paisajes de manzanos y perales. A pesar de la belleza, a mi alrededor estaban las cicatrices de la guerra; algunas físicas, otras psicológicas. Grandes tramos de la carretera seguían en ruinas debido a las bombas colocadas por los talibanes al borde de las carreteras, que en su día hicieron blanco en los convoyes del ejército estadounidense y aterrorizaron a la población civil. Mientras conducía, me acordé de una nociva milicia hazara que también había patrullado la misma ruta con el pretexto de proporcionar seguridad a los viajeros. Dirigidos por un antiguo conductor de autobús conocido como Alipur, o comandante Shamshir, los combatientes de la milicia paraban y amenazaban habitualmente a pashtunes como yo. En los últimos meses del gobierno de Ghani, incluso habían derribado un helicóptero del ejército afgano, matando a todos los que iban a bordo. Sin embargo, ahora la carretera era segura. Cuando entré en Bamiyán, vi a hombres, mujeres y niños trabajando pacíficamente en los campos de los alrededores. Era una escena a la vez sencilla y conmovedora.
Fue ahí que conocí al mawlawi en mi primera noche en Bamiyán y protegiendo su identidad a petición suya. La agitación política que define el Afganistán moderno comenzó a finales de los sesenta y principios de los setenta, antes incluso de que existiera su Kalashnikov. En las décadas transcurridas desde entonces, todo el país, incluido Bamiyán, se vio desgarrado por contradicciones de unidad y división; belleza y fealdad; paz y guerra. Estas contradicciones definen ahora también al nuevo Emirato Islámico.
El mawlawi había recibido su Kalashnikov cuando se desplegó en Bamiyán. Aunque estaba manchado de óxido naranja, pero su antigüedad no le preocupaba. Lo mantenía limpio y sabía que funcionaría si tenía que disparar con rabia. “Las armas rusas siempre son buenas”, me explicó. El Kalashnikov colgaba de la pared del contenedor de transporte que le sirvió de dormitorio durante la mayor parte de la noche, vigilándonos mientras se desahogaba de quejas. Me contó con frustración que los soldados hazara del ejército no comían con las manos, como es costumbre en las zonas rurales de Afganistán, sino que utilizaban cubiertos, un hábito que asociaba con la decadencia occidental. También le disgustaba que no se castigara a los adolescentes locales sorprendidos con fotografías de chicas en sus teléfonos inteligentes por violar la ley islámica. Para el mawlawi, estas transgresiones eran una mala imagen de todo Afganistán y de los talibanes en particular.
Sus quejas no eran nada comparadas con el hambre y el desempleo que afligen a millones de afganos. Sin embargo, para él, eran sintomáticas de un malestar social más amplio que crecía en el país. Su forma de pensar procede de la particular cosmovisión teológica en la que se adoctrina a la mayoría de los miembros talibanes. Pero también tiene sus raíces en la política local. A finales de la década de 1990, Bamiyán fue un importante punto de escala de la resistencia al primer gobierno talibán, liderada por una alianza de grupos armados chiíes conocida como Hizb e Wahdat. Este movimiento culminó en una violenta lucha por el control del distrito de Yakawlang, al oeste de la provincia, que ambos bandos consideraban un enlace estratégico clave con el norte y el centro de Afganistán.
Tras perder brevemente el control del distrito a finales de 2000, los talibanes contraatacaron rápidamente y recuperaron el control de las milicias rivales. Entonces decidieron enviar un horrible mensaje a cualquiera que osara oponérseles de nuevo. A principios de 2001, los talibanes llevaron a cabo una oleada de asesinatos de represalia en Yakawlang. Según Human Rights Watch, detuvieron a unos 300 civiles adultos, decenas de los cuales murieron fusilados en ejecuciones públicas. Se dice que el líder supremo de los talibanes en aquel momento, el mulá Mohammad Omar, intervino para impedir que se produjeran más asesinatos por venganza. Sin embargo, eso no significaba que estuviera dispuesto a perdonar u olvidar esta rebelión contra su gobierno.
En marzo de 2001, los talibanes destruyeron dos estatuas de Buda del siglo VI talladas en los acantilados de arenisca que dominan la capital provincial de Bamiyán, alegando que eran símbolos de idolatría. Su demolición fue el resultado de una orden directa del mulá Omar, y se produjo a pesar de las peticiones para salvar las estatuas de destacados clérigos islámicos internacionales, entre ellos el gran muftí de Egipto, el jeque Nasr Farid Wasil. El director de la UNESCO describió acertadamente la demolición como un “crimen contra la cultura”. La destrucción de los budas se convertiría en un símbolo de la cruda indiferencia de los talibanes ante la opinión pública mundial, así como de su desprecio por el patrimonio local de Bamiyán.
Las tensiones de aquella época aún perduran dos décadas después, magnificadas por las nuevas divisiones políticas surgidas en los años transcurridos desde los atentados del 11-S y la invasión estadounidense de Afganistán. Bamiyán fue una de las provincias más seguras del país durante la ocupación liderada por Estados Unidos, con un pequeño contingente de tropas neozelandesas estacionadas en la zona. Esa seguridad fue producto de la decisión de los líderes locales de ponerse del lado de la OTAN en su guerra contra los talibanes, como ocurrió en otras zonas.
En la actualidad, muchos talibanes están resentidos con los habitantes de Bamiyán por haber apoyado a esas fuerzas extranjeras, así como por haber adoptado formas de vida social y política más liberales en las dos últimas décadas. Durante varios años de ocupación, Bamiyán tuvo la única mujer gobernadora de Afganistán, Habiba Sarabi, una doctora en medicina que fue ministra de Asuntos de la Mujer al principio del gobierno de Karzai. En 2020, Sarabi fue una de las cuatro mujeres de una delegación afgana que participó en las fracasadas conversaciones de paz con los talibanes en Qatar. Ahora vive en el exilio, donde sigue siendo una crítica acérrima del Emirato Islámico, incluidos sus fracasos a la hora de proteger a los hazaras, que fueron víctimas de atentados terroristas en otras partes del país por parte de la rama afgana del grupo Estado Islámico, también conocido como ISIS-K.
No obstante, la realidad en Bamiyán es que incluso los miembros talibanes más ideológicos mantienen bajo control sus instintos extremistas hasta ahora. Los talibanes destacados en Bamiyán parecen demostrar un sentido de la disciplina colectiva y respetan en gran medida una amnistía que protege a sus antiguos oponentes de la persecución. Aunque se apresuran a expresar opiniones discriminatorias en privado, al menos por el momento no actúan de acuerdo con esos impulsos. Esto se debe en parte al respeto que sienten por su actual líder supremo, el jeque Hibatullah Akhundzada, amir al Mumineen o “líder de los fieles”.
La relativa seguridad de la que disfrutan actualmente los hazara en Bamiyán no es necesariamente un reflejo de la aceptación ideológica por parte de los talibanes de sus prácticas religiosas o su modo de vida. Más bien tiene una lógica estratégica. Desde la retirada de Estados Unidos, los talibanes quieren evitar que la región se convierta en un foco de resistencia, lo que podría socavar su dominio y permitir a grupos como el ISIS-K atizar la lucha sectaria en el país, como en Irak y Siria. De hecho, los intentos del Estado Islámico de hacer incursiones en el Afganistán posterior a la OTAN incluyeron ataques contra chiíes en el país con una serie de atentados horribles, mientras que retratan a los talibanes como protectores de los llamados “rafidah”, un término peyorativo para los chiíes.
Entre las medidas que anteriormente habían contribuido a la seguridad de la zona estaba la creación por parte de Estados Unidos de un cinturón protector alrededor de Bamiyán, que impedía a los forasteros, incluidos los afganos como yo, entrar a su antojo. Esto ayudó a reforzar la seguridad y a minimizar los disturbios en la zona, pero sólo dentro de la capital de Bamiyán. En el cinturón que rodea las montañas, milicias variopintas se encargaban de diferentes zonas, provocando conflictos entre diversos grupos tribales, sectarios y étnicos: entre hazaras y pastunes nómadas, entre hazaras y sayeds o sadaat, entre hazaras y tayikos y entre hazaras suníes y chiíes. Cuando los talibanes tomaron el poder, estas milicias se disolvieron y la región quedó bajo su férreo control. Los talibanes también establecieron mediaciones tribales para resolver disputas.
Los talibanes nombraron oficiales capaces de mantener la disciplina entre las fuerzas sobre el terreno y preservar las relaciones con la comunidad local. Para los miembros más ideológicos del grupo, la actitud indulgente de sus dirigentes hacia los hazara es una traición a su yihad de dos décadas para “liberar” Afganistán y someterlo a la sharia. Sin embargo, a pesar de los periódicos gruñidos de descontento, estos cuadros siguen obedeciendo órdenes.
Los hazara locales también evitaron la resistencia violenta, optando en su lugar por el compromiso con los talibanes con la esperanza de mantener la paz en su pequeño rincón de este herido país. Un funcionario que trabajaba para el gobierno respaldado por Estados Unidos en la capital provincial de Bamiyán cuando ésta cayó en manos de los talibanes en agosto de 2021 me contó que el traspaso fue pacífico y que los funcionarios locales abandonaron sus puestos por acuerdo previo antes de que llegaran los insurgentes. Un escritor hazara me contó que los únicos saqueos que se produjeron aquel verano tuvieron lugar antes de que los talibanes tomaran el poder. Contra todo pronóstico, Bamiyán está hoy en calma. Empero, está por ver si esa calma continuará.
Una tarde, cerca de Shahr e Gholghola, un yacimiento arqueológico a las afueras de la capital de Bamiyán, hablé con Rashid, un combatiente talibán de Wardak de unos 20 años. El cielo estaba nublado y la temperatura era fresca. Por un breve instante, me pareció que podríamos haber sido dos hombres pasando el tiempo alegremente en cualquier lugar del mundo. Alto y guapo, Rashid era objeto de constantes bromas de sus amigos, que decían que siempre se escondía de las chicas locales que flirteaban con él. Él se tomaba los comentarios con torpeza. “He prometido a mis padres que sólo me casaré con quien ellos elijan para mí: y mantendré mi amor por ella”, me señaló.
Sin embargo, cuando nuestra conversación giró en torno a la política, el humor de Rashid se ensombreció. Haciéndose eco del mawlawi con el viejo Kalashnikov, dijo que los talibanes gobernaban Bamiyán con demasiada moderación. “¿Por qué no se nos permite practicar aquí nuestras reglas como en otros lugares? Los habitantes de Bamiyán habían pasado la ocupación estadounidense […] sumidos en la corrupción moral […] disfrutando del dinero de Estados Unidos. Las chicas pasean libremente con sus novios, llevando sólo hiyabs, y se hacen selfies delante de nosotros. Podemos detenerlas, pero no cuestionarlas. ¿Por qué? Creo que los talibanes tratan a la gente aquí de forma diferente que en otras partes de Afganistán, y eso no es justo, no es justicia” se quejaba. Ahora, deberían vivir según la interpretación talibán de la ley islámica.
Las opiniones de hombres como Rashid ayudan a explicar la reciente decisión del líder talibán, Sheikh Akhundzada, de reintroducir los llamados castigos corporales y capitales o “hudud” en Afganistán. Para los fervientes partidarios del Emirato Islámico, cualquier compromiso en estas cuestiones equivale a una traición ideológica. “El emir al Mumineen piensa que porque esta provincia es segura y no existe guerra ni tiroteos todo está bien, pero aquí no todo está bien. Tenemos la misma corrupción moral que cuando los estadounidenses estaban aquí”, me expuso Rashid.
Él y otros miembros talibanes con los que hablé creen que Akhundzada tomaría medidas más drásticas en Bamiyán si supiera que la ideología talibán no se está aplicando correctamente. Muchos quieren que despida al gobernador, el mulá Abdullah Sarhadi, un anciano talibán temido por su brutalidad. Sin embargo, es poco probable que el despido de Sarhadi caiga bien entre la mayoría de la población hazara, que acoge con satisfacción, no sin sorpresa, su estilo de gobierno relativamente moderado.
El gobernador Sarhadi es un pashtún de Zabul, en el sur de Afganistán. No respondió a los intentos de New Lines de ponerse en contacto con él, por lo que tuve que recurrir a entrevistas con sus partidarios y opositores para conocer detalles de su vida. Estuvo destinado en Bamiyán durante el primer gobierno talibán, cuando ocupó el cargo de jefe de un consejo de mandos militares en la provincia. Protagonizó la destrucción de las estatuas de Buda en 2001 y pasó varios años detenido en Guantánamo tras la invasión estadounidense. Nombrado de nuevo gobernador de Bamiyán en noviembre de 2021, ahora se encuentra atrapado en un aprieto político que personifica los retos a los que se enfrentan los talibanes. Para sus críticos dentro del grupo, se volvió demasiado blando y, por tanto, merece ser destituido. Mientras tanto, para sus oponentes fuera del movimiento, es un extremista que nunca podrá deshacerse de su accidentado pasado.
En algún punto intermedio entre estas opiniones polarizadas se encuentran las de los residentes de Bamiyán, que se cansaron de los juegos políticos de Afganistán. Los lugareños con los que hablé, lejos de la presencia de miembros talibanes, se mostraron en general positivos sobre el gobierno del gobernador. El propietario de un restaurante, Habibullah, me dijo que la vida era mucho mejor que bajo el primer gobierno talibán a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000. No existen combates ahora, me señaló, y la interpretación talibán de la ley islámica es mucho más relajada que en el pasado. “Queremos trabajo, y tenemos mucho. Queremos paz, y ahora la tenemos. No queremos nada más” declaró.
Una de las formas en que el gobernador Sarhadi intentó ganarse a la población de Bamiyán es fomentando las relaciones con las redes locales de talibanes que existen desde hace tiempo en algunas zonas de la provincia. La existencia de estas redes añade otra capa de complejidad a la situación local. A diferencia de otras partes de Afganistán, en Bamiyán los talibanes no son un movimiento centrado en los pastunes, ni siquiera exclusivamente suníes. Un número pequeño pero significativo de personas de etnia hazara de las comunidades suníes y chiíes locales se afiliaron a los talibanes desde la década de 1990. En algunos casos, sus lealtades son informales y se deben en gran medida al pragmatismo. En otros, son sólidamente ideológicas. Los miembros talibanes que fueron destinados a Bamiyán desde otras partes del país, como el mawlawi con el viejo Kalashnikov, parecen no querer, o no poder, aceptar esta realidad.
Cuando Bamiyán cayó en manos de los talibanes el verano pasado, la mayoría de los combatientes que dirigieron inicialmente la operación procedían de Sayghan, al norte de la capital provincial. El actual gobernador del distrito de Yakawlang, escenario de la masacre de represalia talibán a principios de 2001, es un hazara local llamado Haji Hekmat Hussein. Durante años, durante la insurgencia contra la ocupación liderada por Estados Unidos, Haji Hekmat llevó una doble vida. Se presentó como candidato fracasado a las elecciones parlamentarias y vendió arroz como empresario en Kabul, todo ello mientras trabajaba en secreto como oficial de inteligencia para los talibanes. Cuando se descubrió su tapadera, fue detenido y encarcelado, antes de ser liberado gracias al Acuerdo de Doha de 2020 entre Washington y los talibanes. De hecho, existen muchos otros hombres como él en Bamiyán, con historias similares.
Quizá el hazara más conocido por estar afiliado a los talibanes a nivel local sea Mohammed Akbari, un hombre de 77 años de Waras, en el sur de la provincia. Me reuní con Akbari en varias ocasiones y siempre me pareció una compañía genial y elocuente. En nuestra conversación más reciente en su oficina de Kabul, recordó cómo se había alineado con los talibanes tras formar parte de una delegación de ancianos hazaras y chiíes invitados a reunirse con el mulá Omar en Kandahar el 9 de diciembre de 1998. Éste estaba sentado en una estera de plástico en el patio de un recinto, con una chaqueta verde del ejército y un turbante negro. Se saludaron cordialmente y luego comenzó la reunión. “Me quedé de pie y hablé durante 12 minutos sobre el rol de los hazara en la yihad contra los soviéticos. Entonces el mulá Omar habló durante tres minutos en pastún y dijo: Los talibanes no pertenecen a una tribu, sino a todas las tribus de Afganistán”, recuerda Akbari. Tras reunirse con Omar, Akbari fue a Kabul y se entrevistó con otros altos cargos talibanes, entre ellos el mulá Abdul Kabir, entonces viceprimer ministro. Aunque nunca se unió formalmente a los talibanes, tras estas reuniones aceptó trabajar en nombre del movimiento en Bamiyán a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000. Para algunos hazara, fue un compromiso imperdonable con un grupo al que muchos consideraban enemigo. Pero Akbari se veía a sí mismo como un mediador que podía ayudar a mantener a raya a los talibanes. Cuando se produjo la masacre de Yakawlang, viajó allí desde Kabul para evaluar la situación y acabó ayudando a enterrar a muchos de los muertos. Me recordó cómo sus cadáveres se habían congelado en formas retorcidas debido a las gélidas temperaturas invernales.
Tras la invasión liderada por Estados Unidos, Akbari fue miembro del Parlamento afgano durante 16 años. Cuando el gobierno del Presidente Ghani se derrumbaba, decidió quedarse en Kabul con su familia, en lugar de huir como tantos otros políticos y funcionarios. No se arrepiente de su decisión. “Aunque los talibanes llegaron al poder a través de las armas, siguen siendo amables y justos con los hazara. “También trabajamos duro para mantener la paz y la estabilidad”, me explicó.
Akbari no teme criticar aspectos del actual gobierno talibán, pero es firme en que la oposición al Emirato Islámico debe adoptar la forma de diálogo político, y no de resistencia armada. En el gobierno no existen ministros hazaras y sólo concurren dos viceministros hazaras, un sesgo étnico que Akbari afirma que le gustaría que cambiara. También pidió que se concediera a todos los afganos el derecho a la educación. Mientras que las mujeres jóvenes pueden asistir a la universidad local de Bamiyán, las niñas tienen prohibido ir a la escuela secundaria, al igual que en el resto de Afganistán. Es una situación preocupante que personas como Akbari esperan resolver, evitando al mismo tiempo la violencia que tan a menudo fue el destino de Afganistán.
En lo que respecta al futuro de Bamiyán, sólo el tiempo dirá quién prevalecerá entre los moderados y los ideólogos dentro de los talibanes. Con el ISIS-K observando desde otras partes del país, los peligros potenciales para las minorías étnicas de Afganistán son evidentes. Si se sigue alienando a los ideólogos talibanes, su descontento podría volverse violento. Pero apaciguarlos también podría acarrear problemas, generando la reacción de un público antagonizado. Como ocurre con tantas otras cuestiones en Afganistán, no existen respuestas fáciles.
Tras regresar a Kabul, telefoneé a un alto mando militar talibán con base en Bamiyán para obtener una última visión de la situación allí. El comandante utilizó el honorífico “Qazi”, que significa juez, pero protegiendo su identidad última por su seguridad. Describió al conciliador gobernador talibán de Bamiyán como “corrupto”, y le acusó de liberar de prisión a conocidos criminales sin la debida autoridad. También se quejó de que la mayoría de los hazara que ahora dicen ser miembros de los talibanes son oportunistas políticos, que en el pasado estaban en contra del movimiento. A pesar de estas quejas, elogió al ex parlamentario Akbari por apoyar la paz en la provincia. Haciéndose eco de las opiniones de otros miembros talibanes con los que hablé, Qazi me dijo que había demasiada libertad social en Bamiyán, con una “corrupción moral” generalizada. Esto le había llevado a preguntarse si el Emirato Islámico estaba haciendo honor a su nombre.
Antes de colgar, el comandante me dejó un conmovedor pronóstico que subrayaba lo que muchos miembros talibanes, en Bamiyán y más allá, sienten que está en juego en esta lucha ideológica. “Si la situación sigue así, destruirá a nuestros muyahidines [guerreros santos]” concluyó.
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Fazelminallah Qazizai es licenciado en Derecho Islámico por la Universidad de Kabul y corresponsal en Afganistán de la revista New Lines. Periodista afgano y coautor de “Night Letters: Gulbuddin Hekmatyar y los islamistas afganos que cambiaron el mundo”. Trabajó para medios internacionales como Financial Times, NPR, New York Times, New Yorker y Le Monde diplomatique.
N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 12 de diciembre de 2022.