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El Interprete Digital

Los regalos de los arabistas judíos y de los judíos árabes

Por Khaled Diab para New Lines Magazine

Sinagoga Eliyahu Hanavi de Alejandría, Egipto, construida en 1354. [Jordan Sitkin / Creative Commons]

“Sin duda, Alá me ayudará”, escribió una joven en una postal a su mentor desde un barco. “Lo creo desde que tuve la fortuna de conocer a uno de sus amigos”. 

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La mujer que expresaba su firme fe en la liberación divina no era musulmana. Era una arabista judía alemana de 27 años y estudiosa del islam, llamada Hedwig Klein. Era el 21 de agosto de 1939 y Klein estaba a bordo de un barco de vapor con destino al refugio relativamente seguro de la India controlada por los británicos. Esta la fascinación e interés por el islam eran populares entre los intelectuales judíos europeos de la época.

“Hasta el día de hoy, no sé de dónde vino este sentimiento ni cómo explicarlo”, admitió Lev Nussimbaum, un orientalista judío y contemporáneo de Klein que se convirtió al islam cuando era joven. “Sí sé que durante toda mi infancia soñé con los edificios árabes todas las noches. Sé que fue el sentimiento más poderoso e ilustrativo de mi vida”.

Esta islamofilia contrasta fuertemente con la actual actitud occidental dominante de un continuo civilizatorio judeo-cristiano que excluye al islam. De forma romántica, y a veces desesperada, los judíos europeos orientaron sus almas hacia el este con la esperanza de encontrar la salvación del tóxico antisemitismo de la época, y muchos creyeron que había una afinidad natural entre el judaísmo y el islam.

Cierto fue que como minoría étnica los judíos dentro de Europa se encontraba en la otredad misma, a pesar de esto algunos encontraban un naciente orgullo en dicha condición, esto fue personificado por la descripción de Benjamin Disraeli de los judíos como “árabes mosaicos”. 

A pesar de su conversión al anglicanismo a la edad de 12 años, el primer ministro favorito de la reina Victoria estaba inmensamente orgulloso de sus raíces judías y subvirtió las teorías raciales en boga en la época al afirmar que los judíos eran de hecho la raza superior. “Sí, soy judío. Mientras los antepasados del honorable caballero eran brutos salvajes en una isla desconocida, los míos eran sacerdotes en el templo de Salomón”, respondió una vez a un diputado durante un acalorado debate en el Parlamento.

Desgraciadamente para Klein, que fue objeto de dos indiscutibles crónicas en el sitio web alemán Qantara.de, su fe en que Dios la salvaría resultó injustificada. El barco con destino a la India, que estaba atracado temporalmente en Amberes, recibió la orden de regresar a Hamburgo. La soga de la persecución nazi se estrechaba en torno a la vida de la joven académica. Sin embargo, la pasión de Klein por Oriente la salvaría, al menos durante un tiempo. Su conocimiento del árabe le dio una segunda oportunidad para escapar de la acechante perspectiva del exterminio. Sin embargo, existía una trampa. La joven académica, cuyo sueño de vida había sido la modesta ambición de convertirse en bibliotecaria académica, tendría que sumergirse en las entrañas de la bestia y trabajar para los nazis.

Arthur Schaade, su antiguo profesor que supervisó su tesis doctoral, intervino para que la emplearan en un proyecto para desarrollar un revolucionario diccionario árabe-alemán basado en el uso moderno y no en las fuentes clásicas, que estaba siendo financiado por el Ministerio Federal de Asuntos Exteriores.

¿Por qué iban a estar los nazis interesados en elaborar un diccionario árabe en plena guerra?

Por motivos de propaganda. Pero también por vanidad: la del Führer. El gobierno alemán estaba desesperado por producir una traducción árabe decente del Mein Kampf de Hitler y esperaba que este diccionario experimental fuera de inestimable ayuda para este proyecto.

Sólo puedo empezar a imaginar las encontradas emociones y el terror que seguramente experimentó Klein, que para entonces estaba obligada a llevar la estrella de David amarilla.

Debió sentirse como un feroz golpe del destino para una joven judía que había sido despojada de sus derechos y sus credenciales académicas para trabajar en un proyecto académico cuyo objetivo final era glorificar a sus atormentadores y perseguidores.

Sin embargo, Klein se puso a trabajar meticulosa y metódicamente. Leyó vorazmente la literatura y los periódicos árabes modernos, anotando las palabras utilizadas y sus significados. Aunque la calidad de sus entradas fue alabada por el equipo que compilaba el diccionario, sus esfuerzos fueron en vano. El 11 de julio de 1942, Klein fue deportada a Auschwitz, donde murió a manos de la persecución nazi.

Afortunadamente para la humanidad, no apareció ninguna traducción árabe autorizada de la odiosa obra de Hitler, aunque se produjeron algunas versiones no oficiales.

Por otra parte, el diccionario no se publicó hasta después de la guerra. La traducción al inglés del diccionario, The Hans Wehr Dictionary of Modern Written Arabic (Diccionario Hans Wehr de árabe moderno escrito), pasó a convertirse en el compañero más popular de los estudiantes extranjeros de árabe y de los arabistas. Sin embargo, muy pocos conocen esta cruel historia y que Hans Wehr, el hombre que dirigió el proyecto del diccionario, era un nazi ideológico y miembro de pleno derecho del partido nazi.

Wehr explotó efectivamente a Klein por partida doble: para beneficiarse de su trabajo antes de que fuera exterminada y después de la guerra para abusar de su memoria con el fin de restar importancia a su pasado nazi y eludir la justicia ante una comisión de desnazificación afirmando que salvó a Klein “del transporte a Theresienstadt (sic) en 1941”. Creo que esto debe rectificarse dándole a Klein el reconocimiento adecuado por su trabajo y publicando la sórdida historia de Hans Wehr en futuras ediciones del diccionario.

Al mismo tiempo, Nussimbaum tuvo más suerte que Klein. Al igual que ella, Nussimbaum también era un judío a la fuga. Hijo de un acaudalado magnate del petróleo de Tiflis que hizo su fortuna en lo que entonces era la capital mundial del petróleo, la ciudad de Bakú, en Azerbaiyán, Nussimbaum había huido de la revolución bolchevique en el Imperio ruso, moviéndose entre Constantinopla —ahora Estambul—, París, la Berlín de la época de Weimar y otros lugares.

Durante su viaje, asumió la identidad del extravagante Essad Bey, seudónimo con el que publicó prolíficamente. Pero también bajo el seudónimo de Kurban Said, Nussimbaum pudo ser también autor o coautor de Alí y Nino, una especie de Romeo y Julieta o Layla y Majnun, ambientada en Bakú, que hoy se considera el clásico moderno de Azerbaiyán.

Algunos dudaron de la sinceridad de la conversión de Nussimbaum al islam, en parte porque “no lleva ninguna alfombra de oración; no saluda a la Meca cuando reza […] comía cerdos y bebía vino”, en palabras de un informe periodístico, y por su aparente escaso conocimiento del islam. Pero si el hecho de no rezar, beber y el escaso conocimiento del islam descalifican a la gente para ser musulmana, entonces millones de musulmanes de nacimiento tampoco darían la talla.

La conversión de Nussimbaum al islam parece haberle salvado su vida, por así decirlo, de los nazis, cuyas campañas de persecusión asesina no incluían a los musulmanes. A diferencia de Klein, Nussimbaum no intentó huir de Europa durante la guerra. En cambio, se escondió a la vista de todos. Como Essad Bey, se trasladó a la Italia fascista después de que Alemania se anexionara Austria. Allí no dijo ni una palabra sobre sus raíces judías e incluso tuvo el descaro de presionar, aunque sin éxito, para convertirse en el biógrafo oficial de Benito Mussolini. 

Sin embargo, falleció antes del final de la guerra, a la temprana edad de 36 años, debido a una rara enfermedad, probablemente la enfermedad de Buerger, que ahora sabemos que afecta a los hombres asquenazíes. (N.d.T.: La tromboangeítis obliterante o enfermedad de Buerger es una inflamación y trombosis —coagulación— recurrente y progresiva de las arterias y venas pequeñas y medianas de las manos y los pies).

Aunque muchos judíos europeos se consideraban a sí mismos como ‘orientales’ o ‘árabes’ honorarios, había —y sigue habiendo— judíos que eran realmente árabes. De hecho, los judíos de Medio Oriente desempeñaron un rol activo en la formación de la identidad y el nacionalismo árabes modernos. Un buen ejemplo de ello fue Yaqub Sanu. Aunque casi olvidado hoy en día, en el siglo XIX Sanu desempeñó un rol influyente en el establecimiento del teatro moderno de Egipto y ayudó a dar forma a su naciente movimiento nacionalista.

Este ingenioso y satírico nativo creó una de las primeras publicaciones clandestinas, antiimperialistas y contrarias al régimen del país, Abu Naddara Zarqa (“El hombre de las gafas azules”), que siguió publicando desde el exilio en Francia e introduciendo de contrabando en Egipto. Sanu fue también posiblemente el creador del personaje por excelencia ibn al balad (”hijo del país”), que representaba la virtud autóctona y la lucha antiimperial y de clases.

Otro atractivo y devoto revolucionario judío egipcio, esta vez del siglo XX, fue Henri Curiel. Hombre de contrastes, Curiel era un ibn al balad, incluso en su exilio en Francia tras ser despojado de su nacionalidad egipcia, pero como muchos de la élite, se le reconocía por hablar un pobre árabe. Era hijo de un rico banquero, pero fundó el movimiento comunista egipcio y apoyó las luchas de liberación en todo el mundo, lo que probablemente condujo a su asesinato sin resolver en París en mayo de 1978. Los judíos árabes también fueron desproporcionadamente activos en el movimiento comunista de otros países, como Irak. Los comunistas judíos de Irak incluso fundaron la Liga Antisionista del país en 1945.

Este interés de los judíos árabes por el comunismo no es sorprendente. Al igual que los judíos europeos, muchos judíos de Medio Oriente, enfrentados a muchas formas de prejuicio, se sintieron atraídos por la promesa, si no la realidad, del comunismo de construir una sociedad igual para todos.

Este fue el caso de Sami Michael —nacido como Kamal Shalah—, el aclamado escritor israelí-iraquí, que en una ocasión dijo que los judíos iraquíes “se sentían incluso más árabes que los árabes […] No sentíamos que pertenecíamos a un lugar, sino que el lugar nos pertenecía a nosotros”. Se afilió al Partido Comunista en Bagdad cuando era adolescente por el deseo de convertir ese sentimiento de pertenencia en una realidad de igualdad.

Más allá del ámbito de la política, los judíos árabes desempeñaron roles activos en la vida cultural de sus sociedades. Aunque los árabes aún recuerdan a destacados artistas de la pantalla grande como Leila Murad y el compositor musical Dawood Hosni, otros famosos en su época cayeron en el olvido. Por ejemplo, Togo Mizrahi —nacido como Joseph Elie—, el innovador cineasta y uno de los padres fundadores del cine egipcio, que también dirigió varias películas protagonizadas por Murad.

Mientras los actores y cineastas judíos eran vetados por Hitler y huían de la Alemania nazi, Mizrahi hizo numerosas películas que no sólo estaban protagonizadas por judíos, sino que también tenían protagonistas y personajes principales judíos, algo que era raro, si no inaudito, en el Hollywood de los años 30.

Uno de los personajes recurrentes en las películas de Mizrahi, con conciencia social e inclusiva, era Shalom, un judío que encarnaba al ibn al balad, que a menudo aparecía junto a su amigo musulmán Abdu, en historias cómicas de ingenio que circulaban entre volverse ricos y caer en la clase baja una y otra vez. El agitado conflicto árabe-israelí y los sentimientos antijudíos y antisemitas que evocaba hicieron que el mundo de Mizrahi, y poco a poco el de los judíos de Egipto, se derrumbara. En 1946 empezaron a circular rumores infundados de que era un colaborador sionista.

Tras la primera guerra árabe-israelí y la declaración de independencia de Israel en 1948, Mizrahi “vio que la situación había empezado a deteriorarse para los judíos”, en palabras de Jacques Mizart, su sobrino, “y como había entablado relaciones con varios directores italianos, decidió irse a vivir a Roma”.

Mizrahi, teniendo el lujo de poseer la nacionalidad italiana y haciéndose eco involuntariamente de Nussimbaum, fue trasladando su vida a Italia, que se había vuelto más segura para los judíos después de la guerra, mientras que Egipto se había vuelto más peligroso.

Dejó su productora cinematográfica en manos de Mizart hasta que fue nacionalizada y liquidada en la década de 1960. Sin embargo, su corazón permaneció en Egipto: se mantenía al tanto de las novedades del cine egipcio, colgaba carteles de sus antiguas películas en las paredes de su oficina y en su membrete figuraban las direcciones de sus estudios en Alejandría y El Cairo.

A pesar del odio y la animosidad creados por el conflicto árabe-israelí y la desenfrenada búsqueda de chivos expiatorios de los judíos locales que se produjo en todo el mundo árabe, algunos judíos árabes siguieron sintiendo y expresando el orgullo de su herencia y actuando como embajadores no oficiales entre dos mundos en guerra.

Una de estas figuras fue el difunto Sasson Somekh, poeta, escritor, académico y traductor iraquí-israelí. Somekh en su adolescencia había sido un prometedor poeta y activista político de las izquierdas en Bagdad, frecuentando los vibrantes cafés culturales de la ciudad.

“Recuerdo el río Tigris, donde solíamos ir a nadar en verano. Cuando el nivel del agua bajaba, aparecían pequeñas islas, que se conocían como jazra. Tomábamos una barca, la cargábamos con pescado, una parrilla y nos íbamos a una de esas pequeñas islas a pasarlo bien: eran los días más divertidos de mi vida”, comentaba Somekh cuando le visité en la Universidad de Tel Aviv, donde todavía se le permitía mantener un despacho a pesar de haberse jubilado oficialmente. La Bagdad que Somekh recuerda de su juventud era en cierto modo una ciudad muy judía. “Cuando paseabas por la calle principal, Al Rashid, que iba de un extremo a otro de Bagdad”, contaba, “ la mitad de los nombres de las tiendas y oficinas, como los despachos de abogados, eran judíos”.

Pero una mezcla de ira popular contra el proyecto sionista en Palestina, que fue hábilmente explotada por la propaganda nazi durante la guerra para difundir una fuerte marca de antisemitismo, forjó una vida progresivamente insostenible para los judíos de Irak. Esto obligó a la familia de Somekh, junto con la gran mayoría de la minoría judía de Irak, a abandonar el país en 1951, despojados de todo menos de la ropa que llevaban puesta. Después de una vida de comodidad en Irak, los Somekh se encontraron, como los palestinos que se vieron obligados a huir durante la guerra de 1948, atrapados en campos de refugiados empobrecidos. Atrapados entre el racismo y la persecución que habían sufrido en sus países de origen y el racismo y la marginación que sufrieron por parte de los judíos asquenazíes o ‘europeos’ en Israel, muchos judíos árabes abandonaron rápidamente su identidad árabe en un intento de integrarse en sus nuevos hogares.

Somekh, que falleció en 2019, formó parte de la minoría que se resistió a este juego de identidad de suma cero. Siguió identificándose como árabe y también como israelí, escribiendo en árabe y dedicando su vida al estudio de la literatura árabe. “La literatura es literatura. La política no entra en ella. Esto no me preocupa. Es una cuestión secundaria para mí y para la creatividad literaria”, me insistió cuando le conocí en 2012. 

La fascinación de Somekh por la literatura árabe se extendió más allá de las fronteras de Irak. También se apasionó por Egipto y se convirtió en la principal autoridad mundial en Naguib Mahfouz. Nuestro primer encuentro estuvo incluso centrado en Mahfouz. Somekh me invitó a pasar “medio día” con él, en una ingeniosa alusión a un cuento poco conocido, que yo desconocía, de Mahfouz.

Este cuento alegórico, escrito en los últimos años de su prolífica carrera, relata los acontecimientos de sólo medio día en el que el narrador entra por primera vez en la puerta de la escuela como un niño por la mañana y sale como un anciano por la tarde.

“¿Cómo ha podido ocurrir todo esto en medio día, entre la madrugada y la puesta de sol?”, se pregunta perplejo el anciano narrador de la historia de Mahfouz.

Yo me pregunté lo mismo, mientras esta tortuga de gran perspicacia, lenta de cuerpo pero rápida de mente, atravesaba el tiempo y el espacio para llevarme a un viaje fascinante desde el Israel contemporáneo de sus años de plata, hasta el desvanecido mundo de su juventud.

La investigación de Somekh contribuyó a que el legendario escritor egipcio, que por entonces era prácticamente desconocido fuera del mundo árabe, recibiera la atención internacional, incluida la del comité del Premio Nobel, que al parecer se basó en la tesis doctoral de Somekh a la hora de conceder a Mahfouz el Premio Nobel de Literatura.

El interés intelectual pronto floreció en una improbable y controvertida —dado el boicot árabe a Israel— amistad entre el escritor egipcio y su crítico literario israelí. Los dos hombres mantuvieron correspondencia durante años. “Nuestros dos pueblos conocieron una asociación extraordinaria”, confió una vez Mahfouz a Somekh. “Sueño con el día en que, gracias a la cooperación entre nosotros, esta región se convierta en un hogar rebosante de la luz de la ciencia, bendecido por los más altos principios del cielo”.

Tras la firma de los Acuerdos de Camp David, Somekh cumplió un viejo sueño de visitar primero y trasladarse después a Egipto y conocer a su ídolo literario. “Estar en El Cairo y contemplar las olas del Nilo: era un sueño de infancia hecho realidad”, escribió el Somekh amante del Tigris en el segundo volumen de sus memorias.

Los barrios, la gente y las calles de la metrópolis, que durante mucho tiempo había ocupado en su forma de papel, saltaron de repente de la página y adquirieron una realidad vívida, dinámica y tridimensional. “Mi conexión emocional con la ciudad se remonta a muchas décadas atrás”, escribió.

Es más, para convertir la conexión emocional en física, Somekh decidió que uno de sus primeros actos sería recorrer las calles que había seguido en un mapa y que había imaginado mientras estudiaba intensamente las obras de Mahfouz. “Visitaré estos lugares y los veré por fin con mis propios ojos”, agregó en su primera noche en el hotel.

Este académico iraquí-israelí me habló de la inmensa alegría de encontrarse cara a cara con su héroe literario, de los salones intelectuales a los que asistió con Mahfouz y con gente como Ali Salem, y de las largas conversaciones que mantuvieron. También se deshizo en elogios hacia la amabilidad, la gentileza, la humildad y la humanidad del galardonado egipcio.

A Somekh le gustaba referirse dramáticamente a sí mismo como el “último judío árabe”, porque su generación es la última que recuerda con claridad lo que era vivir en paz entre vecinos árabes y hablar árabe como lengua materna. No obstante, lo que la visión pesimista de Somekh pasa por alto es la generación más joven de judíos mizrahi, o árabes y de Oriente Medio, que se esforzaron por recuperar su herencia y que descubrieron un renovado orgullo por su cultura y su música. 

Algunos judíos iraquíes exigieron incluso que se les devuelva la ciudadanía. Aunque posiblemente la mayoría de los jóvenes mizrahi compartan la desconfianza y el odio de sus mayores hacia el mundo árabe, algunos se esforzaron por volver a conectar con las sociedades de las que sus abuelos fueron tan trágica y traumáticamente expulsados.

Dada la insuficiencia de terreno común para reunirse en su espacio, esta reconexión suele producirse en territorio neutral, lejos de las líneas de falla sísmicas de Medio Oriente. Aunque resulte sorprendente, dado su antiguo rol en el fomento del odio árabe hacia los judíos, Berlín surgió, además de su creciente estatus como centro cultural para los exiliados árabes, como un importante centro para este reencuentro cultural. 

“Existe algo muy bonito aquí en Berlín cuando puedo conocer a árabes y hacer veladas literarias y eventos literarios con ellos”, me dijo Mati Shemoelof, poeta y periodista israelí afincado en Berlín con raíces iraquíes.

Aunque el tejido judío de Medio Oriente se desgarró casi sin remedio, y la vela de la vida judía se apagó casi por completo, existen algunas almas valientes que trabajan duro para preservar e incluso restaurar algo de ello.

Cuando fue posible, unos pocos valientes emigraron en dirección contraria a la de sus abuelos o padres. Uno de ellos es el artista Rafram Chaddad, que se trasladó desde Israel para establecerse en su Túnez ancestral, donde todavía tenía un puñado de familiares. Cuando vivía en Túnez, Chaddad tuvo la amabilidad de presentarme la comunidad y el patrimonio judíos de la ciudad.

Chaddad, chef y artista, organiza a menudo actos con motivo de las fiestas judías a los que invita a grupos multiconfesionales. Uno de estos actos al que asistí fue un suntuoso Séder de Pascua, una comida ritual judía, en un bellamente restaurado dar, una casa tradicional tunecina, en el casco antiguo de Túnez.

Por muy encomiables y necesarios que sean estos esfuerzos parciales, poco pueden hacer para cambiar el rumbo de décadas de hostilidad e invisibilidad. Esto me quedó claro con la reciente muerte de Albert Arie, uno de los cientos de judíos egipcios que aún viven en el país, que había hecho de su misión vital la preservación de la historia y el patrimonio de la desaparecida comunidad judía de Egipto.

“Hoy en día, sólo existen unos pocos ancianos y un par de personas de mediana edad, y todo esto desaparecerá en cuestión de muy pocas décadas”, comentó Arie en una entrevista en 2015. “Lo que tenemos que hacer ahora es asegurarnos de que la historia de los judíos egipcios, que es básicamente parte de la historia de Egipto, debe estar bien documentada y sus monumentos deben ser preservados para que tal vez un día la historia completa sea contada con precisión, lejos de los propósitos de propaganda política o ganancias comerciales”.

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Khaled Diab es periodista y escritor. Es autor de dos libros: Enemigos íntimos: Convivir con israelíes y palestinos en Tierra Santa (2014) e Islam for the Politically Incorrect (2017).

N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 26 de mayo de 2021.