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El Interprete Digital

Vida y realidad en las calles de Beirut

Por Dana Hourany para The Public Source

Apartamentos populares en Beirut [Salim Shadid / Creative Commons]

El colapso económico del Líbano ha agravado profundamente la crisis habitacional. No hay estadísticas oficiales sobre cuántas personas no cuentan con un hogar, pero los activistas por el derecho a la vivienda señalan que las cifras van en aumento, especialmente en las grandes ciudades, donde la mitad de los habitantes son inquilinos.

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La especulación inmobiliaria, combinada con la ausencia de políticas estatales para garantizar el derecho básico a la vivienda, generaron la presente precariedad habitacional mucho antes de la crisis económica. La posterior paralización de las actividades económicas y la pérdida del 95 por ciento del valor de la libra libanesa han aumentado exponencialmente los desalojos, según Public Works Studio, un grupo de investigación independiente cuyo proyecto Housing Monitor analiza las vulnerabilidades en torno a la vivienda en El Líbano.

Los alquileres superan el salario mínimo, actualmente de 675.000 Libras Libanesas, en más del 60% y este aún no ha sido ajustado oficialmente a pesar de los magros aumentos no oficiales. Solo la mitad de todos los hogares ganan más que el salario mínimo. Además, con el colapso de la moneda, los propietarios exigen que el alquiler se pague en dólares estadounidenses, una petición imposible para la mayoría de los inquilinos quienes reciben sus salarios en libras libanesas. Exigir pagos en dólares por contratos de arrendamiento firmados en libras es ilegal, pero “las personas desconocen sus derechos y los propietarios pueden rechazar los pagos en libras, infringiendo así la ley”, explica la urbanista e investigadora Jana Nakhal. “Incluso si un inquilino quiere buscar protección legal, los jueces están en huelga”, agrega.

La explosión del puerto de Beirut el 4 de agosto de 2020 también fue un punto de quiebre para la situación de la vivienda en los barrios más afectados por la explosión. Algunos propietarios aprovecharon la tragedia como oportunidad para desalojar a antiguos inquilinos, a veces por la fuerza. Otros residentes, incapaces de pagar las reparaciones o soportar el trauma psicológico, abandonaron sus hogares de forma permanente. Las autoridades no proporcionaron ninguna solución habitacional después de la catástrofe.

Para aliviar la crisis de vivienda se necesitan políticas estatales. “Las ONGs pueden obtener financiación externa para crear proyectos de vivienda pero sin olvidar el rol del gobierno en la modificación de las políticas de vivienda”, dice Soha Mneimneh, investigadora de planificación urbana en Beirut Urban Lab.

La crisis de vivienda es particularmente dura para los grupos sociales que ya sufren discriminación y marginación, a saber: madres solteras, mujeres que viven solas, personas con discapacidad, miembros de las comunidades LGBTQ, ancianos, refugiados y niños. The Public Source le solicitó a seis personas que compartieran sus historias de cómo terminaron viviendo en las calles de Beirut.

Durante 15 años, Lisa Antoun Sahili se levantaba a las 4:30 am para preparar la popular comida callejera ka’ak y se pasaba el día vendiendo los panecillos cubiertos de sésamo en forma de pequeño bolso hasta el fin de la jornada a las 6 pm. El 4 de agosto de 2020, la explosión del puerto de Beirut destruyó su carrito de comida. La explosión también destrozó las ventanas de su apartamento en Sassine Square y dañó sus muebles. A los 65 años, se encontró desempleada y sin poder pagar las reparaciones del hogar, las facturas de electricidad o comprar muebles nuevos. La organización sin fines de lucro Beit el Baraka la ayudó con algunas de las reparaciones del hogar, pero no pudo reemplazar sus muebles.

Sahili ahora pasa sus días en un banco improvisado formado por cuatro sillas de plástico dispuestas a lo largo de la ventana de una tienda. Todas las mañanas, alrededor de las 6 am, la Cruz Roja Libanesa acompaña a Sahili a su apartamento donde se ducha y se viste y luego regresa a su banco.

“Realmente valoro la libertad”, dice Sahili y recuerda sus días de venta de ka’ak como divertidos y liberadores. Luego de trabajar 32 años como enfermera comenzó a ser vendedora. Trabajó en el Hospital al-Roum durante la guerra civil y luego en Estados Unidos, donde pasó 17 años como enfermera geriátrica. Regresó al Líbano cuando su madre enfermó y no pudiendo encontrar otro trabajo, inició con la venta de ka’ak.

 “Quiero que mi madre de 90 años venga a vivir conmigo, pero ni siquiera tengo un sofá donde pueda dormir. Me rompe el corazón que tenga que quedarse en la pequeña casa de mi hermana en el frío pueblo de Tannourine”.

Sahili tiene diabetes y se siente mareada y con náuseas la mayor parte del tiempo. También necesita ayuda para pararse, caminar y moverse y además, su vista se está deteriorando rápidamente. Los transeúntes le dan algo de comida y dinero en efectivo. Cuando no tiene otra cosa, come pan con tomates.

“No me preocupa que me ataquen aquí, pero me robaron 5 millones de Libras (alrededor de $100 dólares estadounidenses al momento de escribir este artículo) mientras dormía, así como mis Ray-Ban auténticos y un gran cilindro de gas que temía perder”, dice Sahili.

Imad Kanjo, de 43 años, vive debajo del puente “Cola” desde hace más de ocho años, junto con sus siete hijos, cinco niñas y dos niños, de entre dos y 18 años. Perdieron su apartamento cuando Kanjo ya no pudo pagar el alquiler.

Originario de la ciudad norteña de Trípoli, Kanjo vivió en Siria desde los 13 años, donde trabajaba como personal de mantenimiento y en algún momento llegó a tener 20 empleados. En 2013, cuando la guerra hizo insoportable la vida en Siria, la familia se mudó al Líbano, donde Kanjo vendió paquetes de pañuelos en la calle hasta que tras el colapso económico de 2019 esta actividad dejó de ser rentable. Ahora recoge plástico usado de la basura y lo vende a empresas de reciclaje.

 Kanjo dice que la vida debajo del puente está empeorando. Sufre dolencias estomacales y hepáticas, pero no puede descansar lo suficiente.

“Como sé que algunos matones y borrachos pueden atacar a mis hijas, trato de quedarme despierto lo más tarde posible”, dice. Junto con dos amigos que duermen cerca suyo debajo del puente, Rakan Chebli y Shadi, se turnan para cuidar a los niños y sus pertenencias. Sus hijos a veces van al departamento de su madre en Burj Barajneh para ducharse.

Rakan Samih Chebli es originario de Chehim, Monte Líbano y  solía vender rosas en Ramlet al-Bayda. Pero cuando su precio se disparó de 3000 a 50 000 L. L., “ningún cliente estaba dispuesto a comprar ni siquiera una sola rosa a un precio tan alto”, dice Chebli. El joven de 27 años vive debajo del puente “Cola” desde 2019.

Chebli, padre de tres hijos, necesita todo el dinero que pueda conseguir para alimentar a sus hijos, que ahora viven con su madre y su abuela y a quienes visita una vez a la semana.

En la calle, Chebli ayuda a criar a los hijos de su amigo Imad Kanjo. “Por lo general, comemos alimentos preparados, como fideos Ramen y Falafel. En los días difíciles, los niños de Kanjo buscan entre la basura algo de comida, pero tratamos de apoyarnos unos a otros y estar ahí para ayudarnos”, dice Chebli. Todos usan los baños de una cafetería cercana.

 Cuando puede escaparse, le gusta jugar al fútbol, ​​deporte que le apasiona.

“No creo que la situación en el Líbano mejore y no tengo esperanzas de encontrar un trabajo pronto. Culpo a la clase dirigente por convertir este país en una pesadilla,” dice Chebli. 

Somar al-Hassan es uno de los recién llegados al espacio bajo el puente “Cola”, donde vive desde hace poco más de un año. En 2007, este ciudadano sirio de 73 años dejó a su esposa y siete hijos en la zona rural de Alepo con la esperanza de encontrar trabajo como taxista en El Líbano. Pero al no poder obtener la licencia necesaria, recurrió a vender pañuelos en las calles de Beirut.

Cuando la crisis económica llegó, la venta de pañuelos dejó de ser rentable y al-Hassan no pudo pagar su alquiler de 2.5 millones de L.L, por lo que su arrendador lo desalojó.

 A falta de opciones, al-Hassan todavía intenta vender pañuelos desechables a los conductores que pasan por la intersección del puente. Compra seis paquetes en una tienda cercana y espera para venderlos cuando hay más tráfico, generalmente dos veces al día. El negocio no funciona bien y para alimentarse depende principalmente de la generosidad de los extraños y para calentarse, quema cajas de cartón usadas.

“Hay algunas pandillas que inician peleas, pero tenemos cuidado de no involucrarnos con ellas”, dice al-Hassan, usando el plural para referirse a los amigos que ha hecho viviendo debajo del puente. “Cada vez que alguien pide un cigarrillo, le damos el paquete completo si detectamos que es agresivo”.

“Debido a que las aldeas alrededor de Alepo, de donde soy, aún no son seguras, no puedo regresar a Siria”, dice al-Hassan. “Por ahora, tendremos que conformarnos con lo que tenemos y esperar lo mejor para el futuro”.

Ghosson Farzat, que prefiere usar su nombre de pila, Mariam, vive en las calles del barrio costero de Ain al-Mraysse desde 2004. Tiene 57 años y nos cuenta que alguna vez llevó una vida cómoda como madre de cuatro hijas, antes de que su esposo solicitara el divorcio y la internara en Deir al-Salib, un hospital psiquiátrico.

En 2013, cuando se agotaron sus ahorros, Farzat comenzó a pescar para ganarse la vida, habilidad que aprendió a los 20 años y nos dice: “Me rompí los dedos recientemente cuando me resbalé por accidente, así que no he pescado en un mes”.

Farzat nos dice que, a pesar de intentarlo en reiteradas ocasiones, no puede encontrar un apartamento de precio accesible en Beirut. Duerme en un banco, se despierta a su propio ritmo, se esconde en la tienda al-Omda cada vez que estalla una tormenta eléctrica y sueña con reunirse algún día con sus hijas, a quienes no ha visto en años. Está ahorrando dinero para comprar un teléfono y comunicarse con ellas.

“Habiendo vivido aquí durante mucho tiempo, he formado amistades cercanas con personas de esta área a quienes les gusta traerme regalos y hacerme compañía”, dice sonriendo y señalando hacia el lado izquierdo de la calle. Farzat es acompañada por niños sirios que venden flores a lo largo del paseo marítimo y le traen comidas calientes preparadas por sus madres. Su cachorrita de cinco meses Bella le hace compañía y cuida sus pertenencias.

Desde 2018, Mohammad Maghrabi  ha hecho de su hogar el puente de acero que separa los barrios de Sin el-Fil y Achrafieh, conocido popularmente como Puente Fiat. Ese fue el año en que perdió su casa en un conflicto con los propietarios. Después de 14 meses en prisión por cargos de falsificación, de los que afirma ser inocente, fue liberado y descubrió que la casa había sido demolida.

Comenzó a coleccionar libros en prisión. Durante los últimos dos años, este ciudadano egipcio de 82 años, graduado de la Universidad de El Cairo, ha dispuesto una librería al aire libre debajo del puente, llena de libros que compra en el mercado Souk al-Ahad.

“Cuando comencé a vender libros, vi una gran sed de conocimiento entre los libaneses. Quiero buscar y encontrar el significado, la cultura y las historias olvidadas del Líbano. Es demasiado importante para que lo abandonemos”, dice Maghrabi.

En enero pasado, Maghrabi se despertó y encontró su colección en llamas. Un video del incidente se volvió viral. Gracias a las donaciones, pudo reabastecerse. La parlamentaria Paula Yacoubian ayudó a construir el cobertizo de madera donde ahora duerme y guarda sus pertenencias.

Acompañado por su perra, Betty, Maghrabi tiene sus libros cerca mientras conversa con potenciales clientes. “Algunos de mis clientes habituales se han convertido en amigos cercanos, pero prefiero estar solo que hacerme amigo de cualquiera que pudiera causarme daño”, dice.

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Dana Hourany es una periodista multimedia radicada en Beirut que se especializa en temas sociales, culturales y humanitarios en la región MENA.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por The Public Source el 31 de enero de 2023.