Por Will Cochrane-Dyet para Albawaba
La muerte de Yusuf Al Qaradawi, destacado autor de pensamiento islamista, recuerda el declive del islamismo en el mundo sunita. Durante décadas, sus defensores sostuvieron la impronta de Al Qaradawi de un gobierno islámico con cualidades democráticas y pluralistas en todo Medio Oriente. Pero su creciente irrelevancia indica que la adquisición de esta ideología en la política regional se agotó.
[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]
Desde que el islamismo surgió como una fuerza vigorosa en la política de Medio Oriente y Norte de África en la segunda mitad del siglo XX, sus defensores oscilaron entre el apoyo y el desplome de la protección de los regímenes árabes. Una vez que perdieron de forma decisiva este apoyo, y sorteando la represión, los investigadores advirtieron a menudo que sería precipitado dar por olvidada su influencia en los asuntos regionales; o como se argumentó recientemente en referencia a la situación actual de los Ikhwan egipcios, es “demasiado pronto para escribir el obituario del islamismo”. (N.d.T.: La palabra árabe ikhwan hace referencia al grupo llamado Jamiyyat Al Ikhwan Al Muslimun o La Sociedad de los Hermanos Musulmanes).
Aquellos que declararon su muerte hace décadas se equivocaron con el contundente regreso del islamismo en 2011.
Así pues, la lógica de esta cautela actual se deriva de las indómitas supervivencias, y luego resurgimientos de organizaciones islamistas que negocian la represión estatal. Con estos precedentes, no deberíamos excluir su presencia en futuros escenarios de la política de Medio Oriente y Norte de África.
Sin embargo, aunque los islamistas puedan resurgir ocasionalmente como fragmentos de protesta social, existen razones de peso para creer que su tiempo como fuerza política significativa, en el gobierno o en la oposición, expiró.
La sensación de que el islamismo llegó a su fin la expresó quizás mejor el experimentado Ibrahim Munir, jefe en funciones del Ikhwan egipcio, en una entrevista concedida a Reuters en julio. Munir declaró que la organización renunció a su “lucha por el poder”, ya sea por medios electorales o violentos. Sin embargo, dado que el movimiento carece de la capacidad de hacer ninguna de las dos cosas en la actualidad, las palabras resultaron vacías y poco convincentes.
De lo poco que queda de Ikhwan, su camino de vuelta a la vida pública egipcia sigue bloqueado por el régimen de Sisi, cuyo humor poco complaciente hace que sea improbable que ceda dada la exclusión de Ikhwan del diálogo nacional anunciado a principios de este año.
Es más, en el improbable caso de que se produzcan protestas sociales y cambios políticos, las instituciones egipcias y considerables segmentos de la población demostraron su falta de voluntad para permitir a Ikhwan una competencia justa en un sistema abierto; reconociendo que no puede existir una democracia árabe sin islamistas, aunque muchos desearon y permitieron su eliminación en 2013.
La presión estratégica sobre Turquía para que rompa sus relaciones con la organización islamista, en virtud de su acercamiento a Egipto, es también una ansiedad creciente para sus miembros; los imperativos actuales de las realidades geopolíticas cuestionan hasta cuándo Ankara considerará que vale la pena su hospitalidad privilegiada con el Ikhwan, con el cual simpatiza ideológicamente.
Pero también internamente, la organización está atravesada por el agotamiento y el conflicto. A diferencia de las represiones anteriores, el objetivo primordial del cambio de régimen y de la gobernanza se alcanzó. Sin embargo, la experiencia fue un logro estéril. Con los miembros de Ikhwan ahora vaciados de fantasía y llenos de desilusión, es probable que falten las reservas de fuerza que sostuvieron a la organización en anteriores períodos de represión.
La represión y el exilio del Ikhwan egipcio es una condición casi universal para los defensores del islamismo en la actualidad. Ahora que las fuerzas contrarrevolucionarias que frustraron los levantamientos árabes de 2011 sometieron a la anomalía tunecina, los miembros de su partido más grande y religiosamente conservador, Al Nahda, podrían enfrentarse pronto a los obstáculos que frustran sus relaciones islamistas en toda la región.
Esto se confirmó con la escalofriante noticia del mes pasado de que Rachid Ghannouchi, expresidente del disuelto parlamento tunecino y presidente del movimiento Al Nahda, fue citado en una comisaría para ser acusado de apoyar el ‘terrorismo’, una cuestionable acusación que se aprovecha de sus anteriores inclinaciones islamistas.
Sin embargo, e incluso anterior a los impulsos iniciales de represión que consagran arrastrar a Túnez de nuevo a un estado de autocracia anterior a la revolución, Al Nahda trató conscientemente de despojarse de sus colores islamistas al entrar en la política dominante. Su estrategia hablaba de la necesidad de difuminar el islamismo en un conservadurismo sin matices para poder practicar la política en una sociedad ideológicamente dividida.
De ahí que allí donde los islamistas se sometieron a la cooptación del Estado en un intento de eludir la represión, como en Marruecos, no les fue mejor. En 2021, el Partido Islamista Moderado fue eliminado de forma decisiva en las urnas, perdiendo el 90% de sus escaños parlamentarios. Estos resultados reflejan la desconfianza popular hacia el partido por sus fallos en el gobierno.
En cambio, la organización islamista Al Adal Wa Ihsan logró conservar su popularidad absteniéndose de la política marroquí y sometiéndose a la monarquía. Aunque durante mucho tiempo fue un movimiento ilegal, la tolerancia definió generalmente la actitud del Estado hacia ellos. Pero esto cambió en los últimos años y el grupo islamista está actualmente siendo sofocado por la represión estatal.
Perseguido por los autócratas que bañan la región de la Primavera Árabe e incapaz de utilizar la política electoral cuando surgen fugaces oportunidades, el renacimiento político del islamismo sunita en cualquier expresión de futuros escenarios parece inverosímil.
Por lo tanto, parece que la única variante del islamismo que perdurará son sus formas más personales. A saber, las ejemplificadas en la corriente principal del salafismo. La mayoría de los grupos salafistas evitaron por completo la política y rara vez rompieron la fe con su patrocinio de los autócratas.
De hecho, su simpatía o apatía autocrática ayudó a los salafíes a comprender una verdad originalmente adivinada por los islamistas en el siglo XX, pero fatalmente resistida en 2011: que el activismo social, más que el político, es la estrategia más eficaz y duradera para hacer crecer el rol y las convicciones del islam en la vida pública.
[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]
Will Cochrane-Dyet es analista geopolítico de Al Bawaba Insights. Anteriormente, trabajó como consultor con clientes del Golfo y Levante. Posee un Máster en Filosofía en Estudios Modernos del Medio Oriente de la Universidad de Oxford y reside en Amán, Jordania.
N.d.T.: El artículo original fue publicado por Albawaba el 17 de octubre de 2022.