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El Interprete Digital

Las protestas en Irán tienen todo y nada que ver con el Hijab

Por Rasha Al Aqeedi para New Lines Magazine

Musulmana de abaya azul [CGP Grey/ Creative Commons]

Es necesario mantener ciertos matices en la conversación sobre los velos que suscitaron las protestas en Irán 

[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]

Cuando la policía de la moral iraní detuvo a Mahsa (Zhina) Amini, de 22 años, por no llevar ‘adecuadamente’ su hiyab, fue un día más en la República Islámica. Decenas de mujeres son detenidas casi a diario por el Estado iraní, quien considera estas conductas como violaciones del código de vestimenta. El hiyab, o pañuelo islámico, es obligatorio en Irán, aunque algunos ven esta norma como ‘relajada’, ya que a veces se ve parte del cabello por parte de las mujeres. 

En algún momento durante la detención de Amini, la joven kurda fue torturada. Un día después, fue declarada muerta. Las autoridades no sabían que el destino de Amini desencadenaría protestas sin par que se extendieron desde su provincia natal, el Kurdistán, a la mayoría de las principales ciudades de Irán, incluida la capital. La participación de mujeres de todos los ámbitos de la vida iraní, y el simbolismo de quitarse el hiyab y luego quemarlo, no en las afueras de algún centro islámico en Europa, sino en Teherán, Qom, Isfahan y otras grandes ciudades iraníes, no tiene precedentes. En el momento de escribir estas líneas, las manifestantes llevan más de 10 días enfrentándose a las fuerzas de seguridad armadas. En algunos espacios, se distinguió a mujeres bailando, celebrando los pocos momentos de fugaz libertad con vítores y ánimos por parte de los hombres. Sin embargo, al menos 54 ciudadanos fallecieron, entre estos un número importante de mujeres. Es más, las imágenes de las protestas se difundieron rápidamente a través de los medios de comunicación tradicionales y sociales, haciendo hincapié en el repliegue e ignición del hiyab. Las escenas recordaban a las famosas imágenes de 2017 de mujeres sirias que se quitaban el velo y lo incendiaban tras huir del grupo Estado Islámico. Las reacciones, también, fueron similares: una mezcla de asombro, esperanza, dudas y whataboutismo.

Aunque el velo y el desvelo de las mujeres iraníes es una cuestión nacional, arraigada en décadas de activismo contra los patriarcados polarizadores, el hiyab en sí es una cuestión colectiva para los musulmanes de todo el mundo. Se divide a lo largo de líneas ideológicas, religiosas, sociales y políticas, a menudo involucrando también a los no musulmanes. Una elección frente a una obligación; una prenda de vestir frente a un símbolo de opresión; una identidad religiosa frente a una declaración política, de hecho, una tela controvertida, todo lo anterior y un poco más. El hiyab sigue siendo obligatorio por ley en Irán y Afganistán. En Arabia Saudí, la tradicional abaya, una bata abierta que se lleva sobre la ropa, fue obligatoria para las mujeres hasta hace poco. Pero la legislación por sí sola no refleja toda la historia.

En muchas otras partes del mundo en las que el hiyab no está legalmente impuesto por las autoridades, este se encuentra sujeto a las normas sociales, como experimenté personalmente al crecer en Irak. Todavía recuerdo dos días extremadamente estresantes en este sentido. El primero fue después de volver a la escuela tras el Eid al Fitr, la fiesta musulmana que celebra el final del Ramadán. Tuve que enfrentarme a la decepción de mis compañeros y profesores por haberme removido el hiyab que había llevado temporalmente por respeto al mes sagrado del ayuno. Soporté su desaprobación y me mantuve firme en mi elección. No sentía que el hiyab me representara, así que no lo llevaba.

En la universidad, la presión social empeoró, no sólo por parte de mis compañeros, sino incluso de algunos de mis profesores. A menudo me excluían de las reuniones sociales y las fiestas, y seguía enfrentándome a comentarios pasivos/agresivos sobre lo “pecaminoso” y escandaloso de mi pelo. No pocos de mis compañeros de clase, hombres y mujeres, me despreciaron. Comentarios que se me quedaron por su crueldad, ya que era una forma indirecta de decirme que estaba maldita, fueron por ejemplo “no pareces musulmana en absoluto. Te falta la iluminación de Muhammad”. 

Y en cierto modo lo estaba, al menos en ese contexto, porque acabé soportando algo que nadie debería soportar, y consiguió doblegar mi voluntad.

En mi primer año de universidad, yo era una de las dos, de las aproximadamente 300 estudiantes de toda nuestra facultad, que todavía se resistía a llevar el hiyab. La otra era una estudiante de último curso de otro departamento cuya madre era inglesa. Todo terminó en 2004, hasta ese momento había tolerado los comentarios, los abusos verbales y la vergüenza. Lo hacía con valentía, si me preguntan a mí, pero con ‘descaro’, si le preguntan a muchas de mis antiguas compañeras.

Ese año, mientras volvía a casa, sentí un golpe en la cabeza con un objeto que podría haber sido un libro pesado. Después oí maldiciones que exigían que me cubriera la cabeza. “¡Puta!”, gritó mi agresor. Era un joven que llevaba una abaya. No llegué a verle la cara, pero determiné que tenía la edad de un universitario por su tono de voz y su velocidad al caminar. En Irak no existía una policía oficial de la moralidad, pero la actitud de mi agresor era algo habitual. Así que, después del Ramadán de ese año, cedí a la presión social y me puse el hiyab. Fue la única forma que conocía de protegerme en ese contexto.

Pero, ¿qué es el hiyab? En su forma más primitiva, el hiyab es una tela que se coloca en la cabeza de la mujer para cubrir la parte superior del cabello o toda la cabeza excepto la cara (a veces incluyendo la cara). Los orígenes del hiyab siguen siendo objeto de debate hasta la actualidad, pero la mayoría de los historiadores e investigadores coinciden en que, a lo largo de la historia, las mujeres de distintos estatus llevaron diferentes variaciones del hiyab. En la antigua Mesopotamia, el hiyab lo llevaban exclusivamente las mujeres de alto estatus. A las esclavas y a las mujeres “no castas” se les prohibía cubrirse la cabeza o el rostro. Los versos bíblicos retratan a las primeras mujeres semíticas con velos, que simbolizan la virtud y el estatus. En la época inmediatamente anterior al Islam en la Península Arábiga, el velo se llevaba de forma más liberal, dejando al descubierto el cuello y las orejas, y se deslizaba por los lados de los hombros. A pesar de todas las variantes del hiyab, siempre existió algo en común: era una construcción socialmente asignada y dirigida sólo a las mujeres. Sin embargo, existen pocas pruebas de que esta construcción se impusiera a las mujeres, con castigos para las que no la cumplían. Los hombres también se cubrían el pelo o la cara cuando trabajaban en el campo o viajaban por los desiertos, con fines de protección no relacionados con el género.

Después del Islam, el hiyab adoptó un significado y una función diferentes. Se eliminaron las antiguas convenciones de estatus y se obligó a todas las mujeres a cubrirse completamente el pelo, el cuello y las orejas. El verso del Corán sobre el hiyab iba unido a la exigencia de vestir con modestia, haciendo hincapié en ocultar el pecho. El hiyab se asoció con la modestia y adquirió la función de privatizar la sexualidad al ocultar el atractivo físico de la mujer para los hombres “extranjeros” fuera de su familia inmediata y su cónyuge. La conciencia de esta función explícita es clave para entender el debate en torno al hiyab y su propósito.

Por otro lado, el contexto islámico plantea la interrogación clave del debate sobre el hiyab: ¿es una elección? El hiyab entra en la categoría de los “no” obligatorios. En la jurisprudencia islámica, lo que el Corán declaró explícitamente que se debe evitar, o “no hacer”, está automáticamente prohibido y se considera un pecado. Lo que Dios exige debe seguirse, y su incumplimiento constituye un pecado. Sin embargo, no todos los pecados son iguales. Algunos, como el robo o el adulterio, requieren un castigo físico, o terrenal, mientras que otros no. El uso “incorrecto” del hiyab y la vestimenta ‘no modesta’, en general, entran en esta última categoría. Aunque la jurisprudencia islámica y las fatuas obligan a todas las mujeres musulmanas a llevar el hiyab por razones de modestia y para ocultar el atractivo sexual, y el Corán también ordena que no se descubra más piel que la de la cara y las manos, no seguir estos requisitos al pie de la letra no es un pecado imperdonable o cardinal, según el propio Corán. Otros elementos de la jurisprudencia islámica, como las narraciones del profeta Muhammad (hadices) y las deliberaciones de sus compañeros tras su muerte, adoptan una postura más dura sobre el hiyab, el pudor y el comportamiento de las mujeres en general. Algunos hadices sostienen que la ‘no modestia’ merece una eternidad en el fuego del infierno, a menudo narrados en ese tono patriarcal intimidatorio tan familiar. No obstante, estas narraciones siguen siendo limitadas en número y, evidentemente, no son lo suficientemente intimidatorias como para convencer a todas las mujeres musulmanas de que el hiyab es un compromiso religioso y moral al que deben adherirse de forma incuestionable.

A medida que el Islam se extendía más allá de la península arábiga, las diferentes culturas (y subculturas dentro de las culturas) añadieron su propia estética al hiyab, impidiendo la aparición de un velo uniforme en todo el mundo musulmán. En el siglo XX, las autoridades religiosas de países musulmanes como Egipto y Arabia Saudí definieron un hiyab ‘adecuado’ como uno sin color ni dibujos distintivos, hecho de tela lisa que no llamara la atención. Aunque, la mayoría de las mujeres que llevaban el hiyab no lo cumplían. Hacia la segunda mitad del siglo pasado, con el auge de los Hermanos Musulmanes, surgieron en el mundo musulmán ciertos relatos que contaban el terrible destino post mortem de las mujeres que decidían no llevar el hiyab. Estas historias, que recuerdan al “Infierno” de Dante o a los cuentos de “tortura de la tumba” que se enseñaban a los escolares en Arabia Saudí, pretendían coaccionar a las jóvenes para que se cubrieran la cabeza.

Uno de los ejemplos más fantásticos que cuentan algunos piadosos en las reuniones sociales es el siguiente. (Por primera vez, lo escuché de parte de una doctora en Irak durante un servicio fúnebre, en el que también actuó como predicadora informal). Según el relato, una joven de 16 años que no usaba el hijab falleció repentinamente. Tras el entierro, su familia tuvo que desenterrar su tumba, por alguna extraña razón que nunca se esclarece. Cuando lo hicieron, descubrieron que su cadáver había sido quemado hasta quedar irreconocible, con la mandíbula abierta como si estuviera congelada por el terror. A pesar de su calidad de película de terror barata, la historia funcionó en al menos algunas de las niñas pre adolescentes presentes. Sobre una base de “el fin justifica los medios”, muchos islamistas ven estas historias como permisibles “mentiras blancas”. Cuanto más se resisten las mujeres al hiyab, más extraños se volvían estos cuentos de espantapájaros, y más obsesionado estaba el patriarcado religioso. De hecho, los clérigos y predicadores modernos se dedicaron tanto tiempo y esfuerzo a promover el hiyab que se convirtió en uno de los temas de discusión más acuciantes en el mundo musulmán, superando incluso la relevancia de la oración, el zakat (dar limosna) y la peregrinación.

En muchas comunidades conservadoras en las que las autoridades no imponen el hiyab, son las normas sociales las que lo hacen obligatorio. Desafiar las normas somete a las mujeres a una inmensa presión, que incluye el riesgo de exclusión de los círculos sociales y, en casos más extremos como el mío, la violencia física. En estas comunidades se considera que una mujer que no utiliza el hiyab no es digna de respeto, se arriesga a perder oportunidades de casarse y a menudo se la sexualiza y se la culpa de su incomodidad. En cambio, los hombres, nunca se enfrentan a nada de esto, y la explicación detrás de este doble rasero no tiene disculpa. Claro que el Islam considera “a los hombres y a las mujeres por igual”, pero “los hombres y las mujeres son diferentes”, dice la sabiduría convencional.  Al igual que el viejo adagio de Eva como raíz de todo pecado, esto se traduce en que las mujeres tienen que cargar con casi toda la responsabilidad de la “perdición” masculina. Eva es una corruptora y seductora, así que más vale que sus hijas se cubran y se escondan. Y así es como el patriarcado utiliza el hiyab para controlar a las mujeres, explotando tanto la religión como las leyes sociales heredadas, patriarcales y a menudo no escritas.

En Occidente, la conversación pública sobre el hiyab empezó a girar gradualmente en torno a la identidad. A medida que las inmigrantes de segunda generación de familias musulmanas alcanzaban la mayoría de edad, más mujeres optaban por llevar el hiyab para indicar que eran musulmanas. En Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países occidentales, el código de vestimenta y el modo de vida de las mujeres musulmanas difieren drásticamente de los de las mujeres que viven en países de mayoría musulmana. En Occidente, la idea de restringir el movimiento físico y las libertades personales de las mujeres es impensable, y (salvo en Francia y un par de lugares más) estas libertades personales se extienden a si una mujer decide llevar un hijab.

En mi opinión, las disparidades geográficas en el rol que desempeña el hiyab comenzaron a ser más evidentes con la era de Internet y las redes sociales, un fenómeno que sigue siendo poco estudiado y pasado por alto. Para las mujeres musulmanas estadounidenses y europeas, por ejemplo, el hiyab se convirtió en un motivo de orgullo para un grupo minoritario. Esta identidad puede acompañar al aspecto religioso, pero a menudo lo supera en prioridad. Como ya se mencionó, la función principal del hiyab, según los textos y tradiciones islámicas, es ocultar el atractivo sexual de la mujer. A pesar de esto, es habitual que las musulmanas occidentales que llevan hiyab adopten causas políticas progresistas, como los derechos LGBTQ, celebrando el hiyab como símbolo de inclusión y diversidad.

A las mujeres musulmanas de entornos más conservadores no se les permiten estas opciones y se enfrentan a una inmensa presión si las defienden. En estos contextos, protestar contra las leyes de obligatoriedad del hiyab aplicadas brutalmente por las autoridades es perfectamente comprensible, incluso cuando se yuxtapone con la cautela de algunos musulmanes en Occidente que ven estas protestas como un ataque al propio hiyab y a su elección personal de llevarlo. Cuando los ex musulmanes atacan al Islam en su conjunto, y los islamófobos y la extrema derecha les obligan a vitorear la quema del hiyab sin reconocer el contexto, no es de extrañar que muchos musulmanes en Occidente se sientan escépticos.

El hiyab fue, y sigue siendo, utilizado como herramienta de opresión en demasiados Estados de mayoría musulmana. Pero la quema del hiyab en Irán no coincide con lo que afirman los ex musulmanes y los islamófobos. No se trata necesariamente de un ataque al Islam o a la religión en general. Por supuesto, es imposible saber lo que cada manifestante cree en su corazón,pero creo que es justo decir que quitar el velo obligatorio y prenderlo fuego es, ante todo, un rechazo a las leyes forzadas, la opresión y la brutalidad impuestas al pueblo iraní por la República Islámica, incluida la criminalidad sancionada por el Estado que mató a una joven inocente e indefensa por mostrar un poco de su pelo.

Una de las primeras reacciones al apoyo internacional relativamente significativo que han recibido los manifestantes de Irán provino de activistas musulmanes en Estados Unidos y Europa. Sugirieron que gran parte del apoyo a los iraníes era “hipócrita”; que no se trataba de libertad o autonomía personal porque, afirmaron, casi nadie ha acudido en apoyo de las mujeres musulmanas que viven en Francia o Canadá que quieren usar el hiyab pero no pueden hacerlo en muchos espacios públicos. Este es un argumento falso, creo. Ciertamente, el aumento de la islamofobia y la xenofobia en Occidente es un signo preocupante de la decadencia del liberalismo. Pero si tenemos que comparar estos contextos tan diferentes, entonces me gustaría señalar que, con la excepción de la India, donde las mujeres (y los hombres) musulmanes hoy en día están sujetos a la violencia patrocinada por el estado, la opresión contra el hiyab en los países de mayoría no musulmana no se acerca a la opresión que enfrentan las mujeres en los países musulmanes, donde la muerte y el encarcelamiento por parte de las autoridades son hechos demasiado comunes. Reconocer esta realidad no significa restar importancia a las legítimas preocupaciones de los musulmanes que viven en países de mayoría no musulmana. Proteger y defender la vida y la libertad de las mujeres no es un juego de suma cero, ni la vida de las mujeres debe ser la moneda de cambio de la política.

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Rasha Al Aqeedi es redactora adjunta sobre Medio Oriente en la revista New Lines. Investigadora y analista iraquí afincada en Washington D.C. Su trabajo se centra en los grupos armados no estatales, el Islam político y su ciudad natal, Mosul (Irak).

N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 29 de septiembre de 2022.