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El Interprete Digital

Las siete odas colgantes de la Meca

Por Kevin Blankinship para New Lines Magazine

Antiguo Corán en exhibición. [Valugi / Creative Commons]

Siete antiguos poemas árabes son la base del idioma y la cultura árabe junto con el Corán, pero siguen siendo desconocidos fuera de la región. 

[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]

Vengo a ‘Sugar House’, una zona de moda de Salt Lake City que una vez fue una andrajosa zona donde se emplazaban herrerías y una imponente fábrica de remolacha, para mirar libros de segunda mano. Tengo entendido que el mejor lugar para ir es Central Book Exchange, un local de compra-venta o intercambio discretamente incrustado entre dos locales de muebles sobre una calle vacía. De seguro, pasarías de largo si no estuvieras atento. 

Una singular noche de llovizna en un día de semana en Utah me encuentra escudriñando la sección de ‘literatura mundial’. Me detengo en una copia de Las mil y una noches. Está adaptado del inglés de 1885 de Sir Richard Francis Burton, ese políglota de capa y espada que una vez hizo su propio peregrinaje al oeste americano. Recuerdo a Burton como el protagonista del ensayo de Jorge Luis Borges sobre los traductores de “Noches”, pero que también parecía insignificante después del comentario de un colega sobre el griego y el latín antiguos: “Las traducciones de los clásicos tienen una historia más larga que algunas tradiciones literarias nacionales”.

Al ser un especialista en islam, pienso desesperadamente, ¿qué obras antiguas del árabe pueden jactarse de tanto? Las “Noches”, por supuesto, así como el Corán. Recordá que Rumi, otro nombre famoso, escribió en persa. Pero una obra aún es desconocida para Occidente a pesar de tener un estatus fundamental tal y como lo tiene Beowulf en el inglés: es el muallaqat u odas colgantes. Llamadas así porque supuestamente fueron cosidas en oro y colgadas en el santuario de la Kaaba en La Meca como obras maestras, las odas hablan de la dura vida en el desierto antes del islam: guerras sin fin, citas secretas de amantes, robustos camellos para montar y la certeza del destino. Las odas fueron recopiladas por entusiastas solo siglos después y su autenticidad todavía se discute, sobre todo porque su primer editor, el lingüista del siglo VIII Hammad Al Rawiya, era un falsificador de clase mundial y un conocido depravado.

Pero los accidentados pasados no impidieron que las odas se deslizaran por el mundo. De hecho, al contrario, si la historia de la traducción sirve de guía. El divorcio, la adicción, las batallas legales y la política radical fueron compañeros fieles, pero palidecen ante la belleza y la extrañeza de las odas colgantes. Esa cualidad intocable es lo que generalmente atrajo a traductores de entre los aristócratas inconformistas y las élites culturales, personas que pasaron años viajando por el mundo o entrecerrando los ojos ante manuscritos antiguos antes de los viajes aéreos o la tecnología digital. Es a su genio, riqueza, obsesión y afición por las lenguas extrañas y gusto por lo excéntrico que el muallaqat debe su posición como literatura mundial.

Justo antes del islam, la Península Arábiga estaba en crisis. Las “grandes potencias” de Roma e Irán peleaban por el control mientras las tribus beduinas luchaban por el territorio y los recursos. Contra este ruidoso telón de fondo, los guerreros árabes a caballo apreciaban la virtud varonil, muruwwa, y estaban obsesionados con el saqueo, la venganza, el honor y la lealtad: “La guerra era efectivamente una religión”, escribe James Montgomery. Pero el amor, la belleza y el destino también los preocupaban, y el mundo natural mantenía un prisma en sus vidas. La generosidad era su joya de la corona.

Esta es la imagen que transmite la poesía preislámica, “el registro de los árabes”. La leyenda cuenta que se celebraba un concurso anual de poesía en el mercado de Ukaz y que las odas ganadoras se bordaban en oro y se suspendían en el santuario de la Kaaba en La Meca. Estas son las odas colgantes o muallaqat. Las más conocidas son siete —o en algunas versiones, 10— composiciones de siete poetas diferentes y cada una captura el espíritu de la época. Más tarde, los lingüistas árabes, al darse cuenta de su enorme valor, las agruparon e hicieron comentarios sobre ellas. El resultado forma la base de la lengua y la cultura árabe junto con el Corán. Es más, los niños de Medio Oriente todavía las memorizan en la escuela.

Una variedad de estilos y temas marcan el muallaqat. Por lo general, comienzan con nostalgia cuando el poeta y sus compañeros pasan por el antiguo campamento de una amada, lo que incita al bardo a suplicar: “Detente, para que podamos llorar”. Tal anhelo inspira la reflexión sobre el viaje en sí: batallas feroces, veladas de borrachos, clima, flora y fauna hostiles. Algunas de las odas representan camellos y caballos en detalle, lo que puede resultar discordante para los lectores modernos, pero que concuerda con el romance artúrico: la disposición es una extensión del propio poeta, así como una forma de considerar la belleza de su dama. Al final, está listo para jactarse de su propia destreza o de la de su tribu y está decidido a criticar a sus enemigos.

Algunas odas estimulan estos temas más que otras. Tarafa se jacta de su propia fortaleza y retrata la robustez de su camello, mientras Imru Al Qays se deleita con su (supuestamente) glorioso pasado sexual. Zuhayr es famoso por sus máximas morales –“Da generosamente. Habla claro. La gloria lícita conduce a la grandeza”. Antara es el clásico poeta guerrero que está obsesionado con las armas y que derrota a sus enemigos con rabia salpicada de sangre. Labid se jacta de su destreza en la batalla, pero también de su extrema generosidad: “Cuando el vino era el mejor, las mujeres más cálidas, yo pagué mi camino de caballero por el placer de cantar”. Amr ibn Kulthum y Harith hablan en nombre de tribus en guerra mientras establecen una tregua. En conjunto, el muallaqat teje un llamativo tapiz que resulta irresistible para muchos aspirantes a traductores. 

“Una buena memoria y abundante energía pertenecen al reino de la naturaleza más que a la crianza”. Así lo declara Peter Burke en The Polymath (El polímata), una historia cultural de genios que incluye al lingüista, juez y radical galés del siglo XVIII, Sir William Jones. Hijo de un matemático que murió trágicamente joven, Jones fue criado por su madre. Rápidamente, se destacó en los idiomas y finalmente dominó 30 de ellos. Sus ideas sobre la semejanza del griego con el persa inspiraron el campo de la lingüística histórica. Fue elegido para la Royal Society a los 26 años y escribió decenas de traducciones, así como ensayos sobre derecho, economía, botánica, filosofía y ajedrez. En 1783, obtuvo el deseo de su vida de ser juez en Calcuta, solo para morir joven, como su padre,  antes del fin del siglo.

Fue justo antes de su servicio en India que Jones tradujo el muallaqat. No fue el primero en hacerlo. Mientras Adam Smith trabajaba en La riqueza de las naciones, emigrados alemanes a los Países Bajos como Levinus Warner y Johann Jakob Reiske se esforzaban por llevar el muallaqat individualmente al latín. Son estos hombres a quienes Jones atribuye haberle abierto el camino a su propio trabajo. Al aparecer en 1782, el Moallakát o siete poemas árabes disfrutó de un éxito instantáneo. Edward Gibbon, que mantuvo correspondencia con Jones y quien se maravilló en su obra La historia de la decadencia y la caída del Imperio Romano escribió: “Podemos leer en nuestro propio idioma los siete poemas originales que estaban inscritos en letras de oro y suspendidos en el templo de La Meca”.

La prosa de Jones, que recuerda a la Era de Johnson, se siente almidonada y carece de rima o métrica, pero su cortesía y gusto son encantadores de todos modos. Así es como Jones traduce una escena de tormenta de Imru Al Qays, “El rey errante”:

Oh amigo, ¿ves el relámpago,

cuyos destellos recuerdan la mirada rápida de dos manos,

entre nubes que se elevan sobre las nubes?

Su fuego resplandece como las lámparas de un ermitaño,

cuando el aceite vertido sobre ellos sacude el cordón

por el que están suspendidos …

Pasa por encima del monte Kenaan,

que diluye en su curso,

y obliga a las cabras salvajes a descender de cada acantilado.

En el monte Taima no deja un solo tronco de palmera,

ni un solo edificio que no se construya

con piedra bien cementada.

(N.d.T.: traducción libre de las odas al español, por parte del traductor de EID).

Tales fragmentos hicieron que Jones esperara que las odas fueran simplemente escritos pastorales del desierto del siglo VI. “Era de desear —dice de la oda de Tarafa— que hubiera dicho más de su amante y menos de su camello”. Pero según todos los informes, Jones admiraba las culturas que estudiaba, un hecho que a su vez alimentó su radical política. Un año después de que su Moallakát fuera a la imprenta, Jones escribió un tratado revolucionario llamado Los principios del gobierno y fue convocado por Benjamin Franklin para ayudar a redactar la nueva Constitución de Estados Unidos (una oferta que Jones rechazó). Este antiimperialismo, tanto como el aprecio literario, lo impulsó a dar a conocer las odas colgantes en Gran Bretaña. “El rey de la Hira”, destella en los comentarios de su traductor sobre un gobernante preislámico que “al igual que otros tiranos, deseaba hacer justos a todos los hombres menos a él, y dejar libres a todas las naciones menos a la suya”. Los lectores no se habrían podido perder la posible huella de los acontecimientos del momento.

El Moallakát de Jones se extendió rápidamente por el continente, donde encontró seguidores en Francia e Italia, pero sobre todo en Alemania. Nada menos que la figura de Johann Wolfgang von Goethe bosquejó las odas bajo su gigantesca sombra. En su West-östlicher Divan (El diván de Oriente y Occidente) de 1819, enumera entre sus temas “la lealtad más obstinada a los miembros de la tribu, un anhelo de honor, valor, una sed insaciable de venganza, suavizada por los dolores del amor, por la benevolencia y el autosacrificio, de vasta extensión”. Goethe saluda a su musa británica y cita a Jones textualmente sobre los detalles.

Pero Goethe quería traducir las odas él mismo. De hecho, afirma en una entrada del diario de 1815 que había traído las versiones de Jones al alemán ya en 1783, y de hecho, algunos versos del  muallaqat de Imru Al Qays sobreviven en la edición de Berlín de 1952 de su “Divan” Aquí están las primeras cuatro:

Para. Lloremos aquí en el lugar del recuerdo.

Ahí estaba, en el borde de la arenosa curva colina,

allí su tienda estaba alrededor del campamento.

Los rastros aún no se han borrado por completo

tanto como el viento del norte y el viento del sur

han entretejido las arenas movedizas.

A mi lado mis compañeros se detuvieron y dijeron

¡No te desesperes, sé paciente!

Grité: Las lágrimas son el único consuelo para mí.

(N.d.T.: traducción libre de las odas al español por parte del traductor de EID).

Ya sea que haya terminado de traducir las odas, la enorme extensión de árabe y persa de Goethe —una muestra de la pasión por los viajes románticos alemanes— desató un tira y afloja amistoso entre sus compatriotas. Tres en particular lo siguieron a él y a Jones por su accidentado camino: Anton Theodor Hartmann, cuyo antisemitismo manchó para siempre su reputación como estudioso de la Biblia; el poeta popular Friedrich Rückertm, y el experto en estudios drusos Philip Wolff.

Cada uno publicó su propia reelaboración alemana de las siete odas, Hartmann en 1802, Rückert en 1843, Wolff en 1857. La de Hartmann era una paráfrasis en prosa olvidable, y aunque Wolff escribió en métrica, la versión de Rückert es la más melodiosa. Su voz brilla con afecto por el Medio Oriente, un destello que aún brillaba a los 65 años cuando el poeta estadounidense Bayard Taylor lo encontró escondido en las arboledas de Coburg, Baviera, en 1852. En un artículo para The Atlantic Monthly, Taylor relata haber sido “encantado por fuera de todo sentido del tiempo” mientras que el orientalista alemán hablaba sobre la civilización islámica. Cuando terminó, la esposa de Rückert se inclinó y le susurró a Taylor: “Siempre me alegro cuando mi esposo tiene la oportunidad de hablar sobre Oriente: nada lo refresca tanto”.

Tres años después de la muerte de Rückert en 1866, Lord Wilfrid Scawen Blunt se casó con Lady Anne Noel, quien fuera la nieta de Lord Byron. Por el amor mutuo que tenían por la cultura árabe, la pareja caminó furiosamente por el Medio Oriente antes de establecerse cerca de El Cairo para criar caballos. Lord Wilfrid era cercano a Winston Churchill pero no compartía su política. Fue encarcelado en Dublín por defender la independencia de Irlanda y expulsado de Egipto por ayudar en la revuelta de Urabi contra el Jedive respaldado por los británicos. Tales destinos revelan una personalidad irregular. Las muchas amantes de Wilfrid incluyeron a la artista Dorothy Carleton, cuya mudanza a la casa de la familia Blunt provocó interminables batallas legales. Adicto al opio durante gran parte de su vida, Wilfrid vendía caballos periódicamente para cubrir deudas. Le disparó a cuatro de estos, sólo para enojar a su hija Judith después de que ella se puso del lado de Lady Anne en disputas sobre la propiedad.

Tal vez debido a su errática racha tanto como a pesar de ella, Lord Wilfrid junto con Lady Anne inyectaron sangre caliente en el muallaqat. “La traducción de Sir William Jones es en prosa”, se queja Wilfrid en Las siete odas de oro de la Arabia pagana. Afirma: “Su inglés es del siglo XVIII, educado, latinizado y poco sugerente del vigor salvaje del original”. En contraste, los Blunt optaron por un estilo bíblico enérgico para atrapar al árabe. Así es como manejan la tormenta citada anteriormente:

Amigo, tu ves el rayo. Marque donde se agita,

relucientes como dedos retorcidos, entrelazados en los ríos de nubes.

Como lámpara recién encendida, así es su destello,

recortado por un ermitaño vertiendo aceite-sésamo todas las noches…

El Canaán lo ha conocido, acobardado por su látigo.

Descendiendo de sus guaridas echa a los íbices con los pies calientes.

Lo ha conocido también Téyma; no está en la palma de ella

allí, ni una casa de bajo cimiento, ninguna más que sus construcciones de roca.

(N.d.T.: traducción libre de las odas al español por parte del traductor de EID).

“Aquí —anuncia Lord Wilfrid de todos los muallaqat— no encontramos nada de las dudas supersticiosas y los terrores de conciencia de la Europa medieval por el miedo a las cosas más allá de la tumba (…) Todo con ellos es franco, inspirador, estupendamente hedonista”. Esta afirmación se siente ventajosa cuando la emite la pluma de un adicto al láudano. Quizás él, como su contemporáneo T.E. Lawrence, vio el desierto como nada más que un telón de fondo dramático para su propia vanidad. Pero los excesos de Lord Wilfrid no rebajan la pasión que impregnan “Las siete odas de oro”. Es esa misma pasión la que lo llevó a defender la cultura árabe en sus escritos, al igual que defendió a las naciones árabes en su política. Eso, más el compromiso de los Blunt con una vida en la región, confirma la sensación de que todavía amaban a su gente mucho después de que dejaron de amarse el uno al otro.

El siglo XX vio aún más adaptaciones del muallaqat. La más conocida por los especialistas es Las Siete Odas de Arberry, en parte porque aborda la cuestión de la autenticidad preislámica. Pero sus paráfrasis de literalización no se sostienen por sí solas como verso. Para eso, uno mira al poeta irlandés Desmond O’Grady, quien hizo caso omiso de los deseos de sus padres y se fue a París para dedicarse a la literatura a los 19 años. Con juvenil audacia envió sus primeras odas a Ezra Pound y se mudó a Italia para verlo, algo que lanzó una serie de viajes de 30 años que incluyeron tres matrimonios con un hijo cada uno, así como una temporada en Harvard para estudiar con Annemarie Schimmel, quien ya era legendaria por dar conferencias memorizadas como en estado trance con los ojos cerrados. En la década de 1980, O’Grady regresó a Irlanda donde se quedó el resto de su vida.

Entre otros lugares, sus aventuras lo llevaron a Egipto como parte de un programa de profesor invitado fundado por Doris Shoukri en la Universidad Americana de El Cairo. “Tuvimos un poeta irlandés”, dijo Shoukri durante una entrevista en audio en las AUC en 2006. “¡Desmond O’Grady, que regresó y regresó!” Parece que el atrevido adolescente que había enviado sus odas no solicitadas a Pound estaba vivo y coleando, pero su tenacidad dio sus frutos en 1990 con Las Odas Doradas del Amor: Al Muallaqat, tres décadas después de visitar por primera vez la Ciudad de los Mil Minaretes. Dedicado a Shoukri y a Olga, la primera esposa O’Grady, “Las Odas Doradas” es la versión en inglés más legible hasta la fecha, pero también la menos precisa. Aquí una vez más está el diluvio de Imru Al Qays:

¡Mirar!

Coronando esa nube de tormenta.

¡Relámpago!

Destella como la mano de un arquero

que lanza flechas de su carcaj.

Un resplandor de luz brillante

como el del ermitaño solitario cuando salpica aceite

en la mecha torcida de su lámpara de noche.

El chapoteo y el rocío barrieron las colinas

y arrastró rebaños de cabras blancas por las laderas.

No había ni un solo árbol de dátiles en pie,

ni una casa que no sea de piedra.

Desaparecieron muchos detalles —entre ellos nombres como Kenaan y Téyma, “casas” en lugar de “fuertes”— pero para O’Grady esto no hace que se pierda el sentido. “Estas representaciones no pretenden ser traducciones académicas”, escribe. Su esperanza de hacer poesía inglesa independiente del muallaqat suena mucho a Michael Sells de la Universidad de Chicago, cuyo Desert Tracings se esfuerza por presentar “un verso americano natural, idiomático y contemporáneo”. Los más jóvenes traductores comparten cada vez más su ansia de legibilidad.

Pero más allá del oído de un poeta, O’Grady ofrece a los lectores su yo inquieto y trotamundos. El chisporroteo de su inglés es el de un hombre que no puede quedarse quieto. Ese espíritu vagabundo es algo que O’Grady y su muallaqat comparten con Jones, Goethe, Rückert, los Blunt, y cualquier otra persona que esté contenta de dar vuelta otra roca más por el tesoro que existe debajo de ella. Puede que sea por eso que sus traducciones hayan aguantado tan bien.

Las mujeres y los hombres colmados de lujos a menudo encontraron parentesco con los jinetes del desierto de antaño, ya que ambos saben que la comodidad y la tranquilidad dan paso al aburrimiento, como podemos atestiguar los mimados modernos. El viajero cansado pronto olvida su sufrimiento y, parafraseando a Simbad el Marinero en Las mil y una noches árabes, una vez más se ve embargado por el anhelo de aventuras y peligros en tierras extrañas.

Sin duda, debo tener esto en cuenta la próxima vez que tenga que volver a dar la vuelta a la esquina para encontrar otra librería poco conocida.

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Kevin Blankinship es doctor en literatura árabe clásica por la Universidad de Chicago, editor colaborador de New Lines y profesor asistente de árabe en la Universidad Brigham Young. Sus escritos aparecieron en The Atlantic, Los Angeles Review of Books, The Spectator, The Times Literary Supplement y otros.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 28 de mayo de 2021.