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El Interprete Digital

Sionismo, antisemitismo e identidad judía en los movimiento de mujeres

Por Ellen Cantarow para MERIP

Mujeres judías contra la ocupación. [Lone Primate/Creative Commons]

El sionismo hizo su primera entrada en el debate feminista mundial en la cumbre de fundación del Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer en Ciudad de México en 1975. Allí, durante las discusiones sobre la introducción de un programa de acción para la década, la conferencia aprobó una redacción que pedía “la eliminación del colonialismo y el neocolonialismo, la ocupación extranjera, el sionismo, el apartheid, la discriminación racial en todas sus formas”. 

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La inevitable explosión en el movimiento de mujeres de Estados Unidos sobre lo que se conoció como la resolución “Sionismo es igual a racismo” tuvo lugar cinco años después, en la conferencia de mediados del Decenio en Copenhague. Recuerdo haber hablado con una buena amiga poco después de que regresara de la capital danesa. Al igual que otras feministas judías estadounidenses en aquel encuentro, mi amiga estaba molesta porque Laila Khalid, que anteriormente había sido encarcelada en Inglaterra por un intento de secuestro, había encabezado la delegación de la Organización para la Liberación Palestina en Copenhague.

Según Jenny Bourne, en un ensayo en Race and Class [Raza y Clase], “el discurso apasionado de Khalid sobre la causa palestina y la controversia que rodea a su presencia causaron una profunda impresión en las feministas de todo el mundo”. [1]  De hecho, el discurso de Khalid indignó a las estadounidenses e israelíes, aunque aparentemente no a la mayoría de la conferencia, que dejó intacta la redacción de “sionismo-es-racismo”.

Incluso ahora, casi ocho años después, los informes sobre Copenhague están cargados de emociones. Las feministas judías estadounidenses como la escritora Esther Broner dicen que estaban “aterrorizadas” por lo que caracteriza como invectivas antisemitas y amenazas físicas. Pero Gail Lerner, en ese momento oficial administrativa del Consejo Mundial de Iglesias y miembro del comité de planificación del Foro de Organizaciones No Gubernamentales del Decenio, declaró que la situación no es como todos creían: las estadounidenses e israelíes fueron las que intimidaron. Lerner también usó la palabra “aterrador” pero para describir la atmósfera en un panel sobre refugiados donde las mujeres palestinas llegaron para encontrar la sala llena de partidarias de Israel antipalestinas.

La reunión abordó otros temas relacionados con la educación, la salud y el desarrollo. Cuando todo está dicho y hecho, no está claro cuán importante fue la cuestión de Palestina e Israel en el resultado más amplio. Según Susan Markham, oficial de información de la ONU tanto para Copenhague como para Nairobi, “algunas personas creyeron que el tema descarriló la conferencia [de Copenhague], mientras que otras pensaron que era un tema secundario”. Sin embargo, la propia Markham está de acuerdo incluso ahora en que el asunto fue “muy difícil” y causó “muchos sentimientos de amargura”. 

Funcionarios en altos cargos de Washington también reaccionaron con hostilidad al revuelo del antisionismo e hicieron todo lo posible para influir en la dirección de la conferencia de Nairobi de 1985. El estudio de la Fundación Heritage de aquel año titulado “Una política estadounidense para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Mujer”, señaló a la reunión de Copenhague de “casi ignorar las preocupaciones genuinas de las mujeres”, y argumentó que la acusación contra el sionismo y las expresiones de preocupación por las mujeres palestinas habían “politizado” la conferencia. Una “agenda con ataques venenosos”, escribieron, había sido “dirigida por extremistas (con un fuerte apoyo secundario de la Unión Soviética) contra Israel, Sudáfrica, Estados Unidos y Occidente en general”.

Los autores de Heritage instaron a Estados Unidos, inocente y sin “agendas ocultas para Nairobi”, a utilizar tácticas parlamentarias con el objetivo de “descarrilar” los esfuerzos para “politizar” la conferencia. Un memorando de Heritage emitido justo antes de la conferencia señaló a los “radicales dentro del bloque del Tercer Mundo (…) instigados por los soviéticos y sus sustitutos”, acusándolos de “ataques viciosos contra Israel, Estados Unidos, Sudáfrica y corporaciones transnacionales”.

Los políticos no muy lejanos de la derecha también hicieron sonar las alarmas. La senadora Nancy Kassebaum (R-KS) presentó un proyecto de ley aprobado por el Congreso, que autorizaba al presidente a “utilizar todos los medios disponibles” para garantizar que la reunión final de Nairobi no esté “dominada por cuestiones políticas no relacionadas”. Susan Markham cuenta cómo, a las 4 de la madrugada de la última mañana de la conferencia de Nairobi, los anfitriones de Kenia presentaron un párrafo omitiendo la palabra ofensiva “sionismo” y sustituyendo la frase “todas las formas de racismo”. La resolución pasó como enmendada. “Fue una enorme victoria para las mujeres allí”, recuerda Markham. “Era el final del Decenio, probablemente nuestro último suspiro, muchas mujeres venían a un país del Tercer Mundo por primera vez y las representantes del país anfitrión actuaron con mucho tacto”.

El período de raíces

Y ahí se fueron los eventos feministas donde uno podía decir que la cuestión del sionismo tuvo un impacto específico y tangible. Lo que siguió en el ámbito de la conciencia más evanescente, pero mucho más importante, entre las feministas estadounidenses es más complicado. 

En New Words, mi librería feminista local en Cambridge, Massachusetts, existen muchos libros sobre antepasadas judías, inmigrantes judías en Estados Unidos y el Holocausto. Hay solo unos pocos libros sobre Israel y ninguno sobre un tema como el “sionismo feminista”.

En dos antologías que aparecieron en los últimos seis años —Nice Jewish Girls, (Buenas chicas judías) la antología de Evelyn Beck de escritos de lesbianas judías (Crossing Press, 1982), y The Tribe of Dina: A Jewish Women’s Anthology, (La tribu de Dina: una antología de mujeres judías) editado por Melanie Kaye/Kantrowitz e Irena Klepfisz (Sinister Wisdom Books, 1986)— existen artículos por y sobre mujeres israelíes, pero no existe ningún artículo que discuta específicamente el sionismo como tema.

Esto es, simplemente, porque no se ve como un ‘tema’ o ‘cuestión’ dentro del movimiento de mujeres. Se ve —si se considera en absoluto— como algo que uno no cuestiona, al igual que uno no cuestiona que ciertas personas hayan nacido con ojos marrones y otras con ojos azules. “Supongo que soy sionista”, declaró Maida Tilchen, colaboradora de la antología de Beck, y agregó: “Soy sionista de la confusa manera en la que lo son la mayoría de los judíos estadounidenses. Si sos judío, simplemente viene con el territorio”. 

El sionismo fue importante en el movimiento de mujeres de Estados Unidos no como una preocupación pública consciente sino como una cosa de fe, una parte subconsciente de la búsqueda de las feministas judías de sus raíces. La búsqueda implicó no simplemente un redescubrimiento del judaísmo, sino también del antisemitismo y, en el antisemitismo, una prueba de la necesidad de una patria judía.

El movimiento de raíces entre las feministas judías se condensó en forma escrita más claramente en las dos antologías que acabamos de mencionar. Muchas de las piezas tienen el carácter de memorias. A menudo son descripciones conmovedoras de las experiencias de la infancia y la adolescencia de sus autoras como judías, sus experiencias de riqueza cultural (del yiddish, el movimiento Bund, la sinagoga), así como experiencias de antisemitismo y autoodio (por ejemplo, la carga de “parecer judía” en las décadas de 1940 y 1950 en Estados Unidos).

Sin embargo, el movimiento de las raíces tiene intrincados orígenes. Por un lado, sus protagonistas afirman que se deriva de experiencias concretas de antisemitismo en el movimiento de mujeres en las décadas de 1970 y 1980 —una cuestión cargada psicológica e históricamente. Por el otro, surge de la experiencia de la asimilación de los judíos estadounidenses. “Concluimos”, escriben Kaye/Kantrowitz y Klepfisz en la introducción de su volumen, “que [parte de] nuestra tarea como judíos en los Estados Unidos a fines del siglo XX era identificar la asimilación como una preocupación grave y luego tratar de trabajar en su contra al reclamar nuestra cultura e historia”.

La forma en que las feministas judías llegaron a su identidad se puede ilustrar con las experiencias de Letty Cottin Pogrebin, una de las voces más fuertes del movimiento de identidad judía. Pogrebin, ahora de 48 años, era muy chica durante una época de un virulento y abierto antisemitismo (cuotas universitarias, profesiones prohibidas a judíos, judíos golpeados en las calles, campos de juego divididos en territorio judío y no judío). Ella recuerda que en su infancia en Queens, Nueva York, se encontró con el antisemitismo solo una vez, durante un servicio en una  iglesia católica al que asistió con una amiga donde el sacerdote declaró que los judíos asesinaron a Cristo. Aparte de eso, la infancia de Pogrebin fue tranquila. No solo tenía amigos cristianos muy cercanos, incluida su mejor amiga (“siempre fuimos antropólogas culturales la una para la otra”), sino que su familia era casi idílicamente “judía de una manera totalmente orgánica”. Afirmaba: “La vida social de mis padres estaba totalmente relacionada con nuestra sinagoga”.

La ruptura de Pogrebin con el judaísmo se produjo a los 15 años, cuando murió su madre y le dijeron que no contaría en el minyan (quórum masculino) donde se decía Kadish (la oración hebrea por los muertos). Por muchos años después de eso, practicó el judaísmo sólo porque, como ella dijo, “era supersticiosa acerca de renunciar a las tradiciones”. Iba a la sinagoga en los días sagrados “por si acaso” existía una retribución divina. “Pero fue completamente pro forma”, recuerda, “como convertirse en una judía superreformada”. En cuanto a la patria judía, durante mucho tiempo fue incluso “antiisraelí”. “Fui crítica —explica— por razones feministas e izquierdistas. Había una especie de actitud de “correcta o incorrecta” sobre  Israel en este país sin tener en cuenta los sentimientos de los demás”.

Las actitudes de Pogrebin comenzaron a cambiar a principios de la década de 1970 cuando, en sus palabras, se desarrolló un “clima social” que hizo posible “ver a las mujeres como espirituales”. Cuando fue invitada a llevar a cabo los servicios de grandes días sagrados en Fire Island en 1971 o 1972, accedió. Luego, en 1975, se unió a un grupo que se autodenominó “feministas contra el antisemitismo” e incluía escritoras como Phyllis Chesler y Esther Broner. Como muchas feministas estadounidenses, Pogrebin a fines de la década de 1970 “trabajó para unir a mujeres negras y judías”. Como otras feministas sionistas, alega que “antes de Copenhague, muchas mujeres negras eran antiisraelíes y antijudías”.

Recito la historia de este pequeño papel porque es bastante típica. La mía es simplemente una variante. Después de convertirme en atea a fines de la década de 1950 o principios de la de 1960, nunca volví al judaísmo como religión. Atesoré la creencia en el internacionalismo como un aumento de sabiduría y humanidad, no como una aberración juvenil de la que luego debería retirarme en interés de un chovinismo más sabio. Mi experiencia del mundo no judío fue igualmente una variación de la de Pogrebin —muchos amigos cristianos en la infancia, una familia profesional judía de opiniones liberales altamente asimilada, y muchos amigos cristianos en la adultez. Si bien no estaba inmersa en la religión como lo estaba Pogrebin, me atrevería a decir que tuve más experiencias de antisemitismo en mi infancia y escuché mucho hablar sobre el antisemitismo en mi familia mientras crecía. En las décadas que pasaron desde que dejé la escuela secundaria, no tuve experiencias que llamaría antisemitas con personas que realmente conozco y puedo contar con los dedos de una mano experiencias con extraños que expresaron opiniones antisemitas.

Lo curioso del movimiento de identidad judía entre las feministas estadounidenses es que llegó tan tarde. La locura por las ‘raíces’ tuvo lugar en la década de 1970. En 1972, el dinero para estudios étnicos blancos estuvo disponible bajo la Ley de Herencia Étnica. Unos años más tarde, Roots (Raíces) de Alex Haleys se convirtió en un éxito de ventas instantáneo.

A fines de la década de 1960 y durante el período de las ‘raíces’, el Holocausto comenzó a ser discutido por primera vez a nivel masivo. Allen Graubard, coautor con Sarah Bershtel de Saving Remnants: Jewish Life in Post-Modern America (Salvando restos: la vida judía en la América posmoderna) (Atheneum, 1988), recuerda que sabía “mucho” sobre el Holocausto mucho antes de finales de la década de 1960, pero que sus entrevistados sabían muy poco. Cuando Raul Hilberg publicó su estudio literalmente enciclopédico, The Destruction of the European Jews (La destrucción de los judíos europeos), en 1961, no causó revuelo. Cuando lo compré y lo leí unos años más tarde, sentí que me había convertido en miembro de un círculo secreto que sabía cosas que nadie más conocía. Sólo después de la guerra de junio de 1967, el Holocausto se convirtió en un gran empuje público.

La opresión de otras personas

Lo notable del autodescubrimiento judío en la década de 1960 fue su curioso origen:  no en el antisemitismo, sino en la experiencia de la rebelión de otro pueblo contra la opresión. La conciencia de las ‘raíces’ estadounidenses siguió a los movimientos de derechos civiles y del poder negro, y la conciencia de los judíos fue parte de ese proceso. Desde mediados de la década de 1970 en adelante, la autoconciencia judía feminista siguió precisamente el mismo curso. “No existe duda”, dice Evelyn Beck, ahora profesora de estudios de la mujer en la Universidad de Maryland, “que la conciencia judía siguió a la conciencia negra y la conciencia lesbiana precedió a ambas [en el feminismo]. Cuando el movimiento de mujeres comenzó a centrarse en la diversidad y la diferencia, las mujeres judías se dieron cuenta del antisemitismo”.

Como señala Jenny Bourne en su ensayo en Race and Class (Raza y Clase), “después de que las mujeres negras acusaron a las feministas blancas de albergar sentimientos y puntos de vista racistas, las mujeres judías no tardaron en articular la opinión de que el antisemitismo era un racismo de igual estatura que el racismo antinegro”. La discusión feminista sobre el racismo y el antisemitismo alcanzó un punto álgido en Yours in Struggle (Tuya en la lucha), escrito por las coautoras Elly Bulkin, una feminista judía, y Barbara Smith, una feminista negra. Bulkin argumentó que las mujeres de color podrían ser tanto las autoras como las objetos de discriminación y Barbara Smith estuvo de acuerdo: “Soy antisemita. Me he tragado el antisemitismo simplemente por vivir aquí”. [2] 

El renacimiento judío anterior parecía surgir de la necesidad de una identidad de grupo más personal y menos global que la camaradería general de la “Nueva Izquierda”. “Entre los voluntarios judíos —dice Paul Lauter, hablando de su tiempo como maestro en las Escuelas de la Libertad de Mississippi en el verano de 1964— había un nivel de identificación en el que no tenías que decir ciertas cosas”. Esta necesidad de estar en un grupo donde “no tenías que decir ciertas cosas” probablemente también dormía dentro de la identificación más amorfa de las feministas con la ‘hermandad’.

El retraso cultural podría deberse al hecho de que cuando la autoconciencia judía surgió en el resto de la comunidad estadounidense de liberales a radicales, las feministas judías estadounidenses se vieron envueltas en la lucha que lo consumía todo, el aborto y la “libertad reproductiva”. La lucha por el aborto se extendió más allá de las fronteras estadounidenses y, en su liderazgo en esa lucha, las feministas estadounidenses mantuvieron una perspectiva internacionalista. 

Había una lógica histórica en el hecho de que la conciencia-de-sí judía se inspiró en la lucha negra estadounidense. A principios de la década de 1970, cuando el renacimiento judío estaba alcanzando su punto álgido en mi generación, difícilmente provenía de un agravio genuino con el antisemitismo público, es decir, con la exclusión y la discriminación como cuestiones de políticas.

“¡Qué diferente —comenta Charles Silberman en A Certain People: American Jewish and Their Lives Today (Algunas personas: judíos estadounidenses y sus vidas, hoy)— fue para mis hijos y la generación de la que forman parte! Sus decisiones sobre dónde ir a la escuela, dónde trabajar y en qué, dónde vivir y con quiénes ser amigables no se vieron afectadas, en el sentido negativo, por el hecho de que son judíos” [3]. Prácticamente, ninguna profesión, según Silberman, continuó vedada para los judíos después de mediados de la década de 1960, con la posbile excepción de la banca financiera, donde la crianza continuaba siendo más importante que el cerebro.

Verdaderos antisemitas

En 1982, Nathan Perlmutter, director nacional de la Liga Antidifamación de B’nai B’rith, reconoció que el antisemitismo como tal estaba en declive en Estados Unidos. En The Real Anti-Semitism (El real antisemitismo), un libro en coautoría con su esposa, Ruth, también una líder sionista activa, Perlmutter observó que si bien el antisemitismo “alguna vez fue virulento” en Estados Unidos, hoy existe poco apoyo para la discriminación antijudía. Los Perlmutters sostenían que había otro tipo de antisemita, uno que daba título a su libro, los “pacificadores de la cosecha de Vietnam, transmutadores de espadas y rejas de arado, [que defienden] a la OLP [Organización para la Liberación Palestina] terrorista”. Los Perlmutter afirmaron que “hoy en día la guerra tiene mala fama y la paz una prensa demasiado favorable”. Los pacifistas “[atacan] a los presupuestos de defensa estadounidenses”, por lo tanto, socavan el apoyo a Israel, por lo tanto son los “verdaderos” antisemitas. [4]

Pocas feministas estarían de acuerdo con los Perlmutter en este aspecto, pero al mismo tiempo, era una creencia firme entre las feministas estadounidenses y otras liberales a radicales a fines de la década de 1970 que el antisemitismo estaba “en aumento”. Hoy en día, ninguna evidencia contraria parece disipar ese espectro. Por ejemplo, Pogrebin, cuando hablé del éxito de la asimilación judía en Estados Unidos, replicó que siempre fue posible otro Holocausto y que el antisemitismo siempre amenaza con volver a mostrar su rostro.

Sería psicológicamente obtuso descartar esos temores simplemente sobre la base de pruebas estadísticas. “Una de las lecciones más duras de la historia —observa Charles Silberman— es que mientras exista el antisemitismo ‘personal’, persiste algún elemento de riesgo; y en las condiciones ‘adecuadas’, las actitudes privadas podrían convertirse en comportamientos públicos”. Silberman dedica la primera mitad de su libro a las pruebas estadísticas y anecdóticas de que el antisemitismo público disminuyo hasta el punto de no existir en Estados Unidos y que el riesgo de que el antisemitismo se vuelva virulento en las condiciones ‘adecuadas’ “es mucho más pequeño de lo que solía ser debido al continuo declive del antisemitismo ‘personal’ así como institucional”. [5]

Si bien la destrucción de los judíos europeos puede parecer remota para las generaciones más jóvenes, para la gente de Pogrebin y la mía todavía arde en la memoria y se inflama fácilmente por eventos casuales. Un amigo cuenta que compraba en la enorme tienda de productos finos en el Upper West Side de Nueva York Zabar’s cuando de repente un hombre que había entrado o acababa de hacer una entrega comenzó a lanzar invectivas. “Estaba loco o borracho, pero en cualquier caso comenzó a maldecir, diciendo cosas como ‘Ustedes malditos judíos bastardos’”. Mi amigo observó que las reacciones de la gente en la tienda estaban marcadamente divididas entre los clientes que “trataban de no verse involucrados” y “los empleados hispanos, la mayoría de los cuales sonreían”.

Zabar’s es propiedad de una familia judía con amplios intereses inmobiliarios en el Upper West Side, y su personal es mayoritariamente hispano con algunos asiáticos y europeos. Los neoyorquinos reconocerán en esta anécdota las realidades que dieron origen a artículos hace algunos años, especialmente en el Village Voice, sobre el llamado conflicto “negro-judío” (o “hispano-judío”), donde las opiniones que se enfrentaban sobre si las actitudes de los negros y los hispanos hacia los judíos se basaban en realidades de clase (muchos propietarios de casas y edificios, propietarios de comercios y políticos influyentes de Nueva York, hasta el propio alcalde son judíos, mientras que los inquilinos de la clase trabajadora son en su mayoría negros e hispanos), o en antisemitismo. Otros lectores pueden refrescar sus propios recuerdos con incidentes similares.

En el movimiento de mujeres, las actitudes del elenco antisemita a menudo se manifiestan como estereotipos. Eleanor Roffman, una feminista de izquierda y antisionista de Boston de origen obrero, recuerda acaloradamente la suposición de sus hermanas del movimiento de que por ser judía “debía venir de Newton”, un suburbio de Boston de clase media alta y fuertemente judío. Otras feministas se oponen a términos como “princesa judía estadounidense” por motivos similares. Tales afirmaciones tienen una gran legitimidad psicológica y, estoy segura, objetiva, aunque me atrevería a decir que la palabra antisemitismo se ha confundido hasta el punto de oscurecer más de lo que explica.

Si, como afirman muchas feministas, convocar una reunión durante una festividad judía es evidencia de antisemitismo, ¿qué fue entonces un pogromo europeo?, ¿la torpeza cultural se ubica en el mismo orden de magnitud? Aquellos que se oponen al uso del término antisemitismo para contextos ‘menores’ a menudo son silenciados sin una charla genuina y extensa sobre el concepto.

Sionismo, racismo y feminismo

El ámbito más polémico para hablar sobre antisemitismo fue su relación con el racismo. Parece haber adquirido, desagradablemente, algo parecido a la competencia por la igualdad de condición de víctima. “Creo que el deseo de apoyo de las mujeres judías —observó la feminista negra Barbara Smith— también dio lugar a veces a intentos de retratar nuestras circunstancias y la opresión del racismo y el antisemitismo como paralelos o incluso idénticos. La mentalidad se manifiesta en su extremo cuando las mujeres judías blancas de origen europeo reclaman la identidad del Tercer Mundo”. [6]  

La reducción al absurdo de esta noción de antisemitismo tuvo lugar en una reunión de 1984 de la Asociación Nacional de Estudios de la Mujer en la Universidad de Rutgers. Allí, algunas mujeres judías se refirieron a sí mismas como “mujeres de color” —una afirmación que se puede considerar sólo como una extraña taquigrafía metafórica de “también-haber-experimentado-opresión-históricamente”.

Ninguna líder feminista parece haber desafiado estas afirmaciones de entrada. Su efecto neto cuando se filtraron hacia las masas, por así decirlo, fue la intimidación y la meticulosa mentalidad de “tener extremo cuidado con el uso del lenguaje” en importantes sectores feministas. “Siempre que planeo un asunto sobre mujeres de color— dijo Shane Snowden, ex editora de la publicación no comercial más importante del movimiento, Sojourner, con sede en Boston— siempre pienso en las mujeres judías como un grupo al que hay que llegar”.

Fue en medio de lo que muchas feministas denominan confrontación “afligida” por cuestiones de racismo, que el sionismo parece haber entrado en la escena feminista. Según todos los indicios, las psicodinámicas fueron tormentosas. “El sionismo comenzó a surgir en el movimiento de mujeres cuando surgió el racismo”, recuerda Eleanor Roffman. “Las mujeres negras comenzaron a tomar posición en el movimiento de mujeres, y parte de la lucha entre negros y judíos se libró en el movimiento de mujeres. Algunos de los negros que pensaban de manera más internacionalista decían: “¿qué pasa con Israel?”.  El ambiente se puso triste y emocional, y se redujo a un testimonio sobre el sufrimiento. “Nosotras también hemos sufrido”, era la idea central, “entonces, ¿por qué estamos peleando entre nosotros?”.

Esta turbulencia condicionó la atmósfera en Copenhague. En medio de ella, Letty Cottin Pogrebin escribió un artículo que se hizo instantáneamente famoso (o infame) titulado “Antisemitismo en el movimiento de mujeres”. Apareció en Ms. el mismo mes en que Israel invadió Líbano. (Pogrebin declaró que escribió el artículo mucho antes y que su aparición en ese momento fue accidental). El artículo proponía que el antisemitismo abundaba justo donde Pogrebin siempre se había “sentido más segura: entre las feministas”. Como prueba de esta acusación, Pogrebin comentó: “Al escuchar que planeaba escribir sobre antisemitismo, una feminista preguntó: ¿Ms. no tendrá que dedicar el mismo tiempo a la OLP?”. “De vez en cuando —escribió— cuando los tiempos son especialmente difíciles, los judíos son identificados como ‘el problema’. Últimamente, también lo hacen las mujeres. Los tiempos son más difíciles ahora, y tanto el antisemitismo como el antifeminismo van en aumento. Sin embargo, las mujeres judías preocupadas por el antisemitismo a menudo son regañadas por plantear cuestiones secundarias”. Pogrebin “comenzó a preguntarse por qué el abrazo sanador del Movimiento puede abarcar a la mujer negra, a la chicana, a todas las demás mujeres cuya lucha se complica por un elemento de ‘exterioridad’, pero [no] la mujer judía”.

Recuerdo que me sorprendieron estas y otras declaraciones cuando leí por primera vez el artículo de Pogrebin. Mi propia experiencia como crítica abierta de la política israelí fue que entre las feministas había una gran sensibilidad sobre los asuntos judíos. La suposición constante era que criticar a Israel significaba ser antisemita. 

Un número posterior de Ms. publicó una serie de refutaciones de feministas que no estaban de acuerdo con Pogrebin. Ninguno trivializó la importancia del antisemitismo como fuerza histórica, pero señaló que Pogrebin lo estaba confundiendo con la crítica a Israel. De hecho, al igual que otras feministas judías estadounidenses, Pogrebin estaba lo suficientemente molesta por la invasión israelí del Líbano como para firmar un anuncio de protesta contra de esta en el New York Times. Pogrebin también está angustiada tanto por las desigualdades dentro del Estado judío (la condición secundaria de la mujer, la discriminación contra los judíos del Norte de África y Oriente Medio, la creciente virulencia de la agresión ortodoxa), como por las injusticias hacia los palestinos. “Realmente creo en una solución de dos Estado —afirma Pogrebin— y cualquiera que me ataque desde el lado palestino realmente tiene que lidiar conmigo en eso”. (Desde la redacción de este artículo y el inicio del levantamiento palestino, Pogrebin se dirigió al menos en un foro —una reunión de Escritores por la Paz en el Medio Oriente con sede en Nueva York en mayo pasado— a favor de una solución de un “territorio por paz” para el conflicto israelí-palestino).

Eventos precipitantes

Sin embargo, cuando le pregunté a Pogrebin si había solicitado artículos sobre los eventos del verano de 1982, respondió que la Ms., como revista feminista, no publica artículos sobre temas no relacionados con las mujeres. “Es muy raro que salgamos y solicitamos piezas sin ningún evento precipitante”, aseveró. 

Desde la invasión del Líbano, según la editora ejecutiva de la revista, Marcia Gillespie, Ms. no publicó ningún artículo sobre mujeres palestinas. En el apogeo del levantamiento me dijeron que la nueva editora de la revista estaba “interesada en Oriente Medio”,  pero tenía problemas para “encontrar el ángulo correcto” para un artículo destacado. Esto fue durante un período en el que los reporteros estadounidenses, incluido John Kifner del New York Times, al menos mencionaron el papel principal que estaban desempeñando las mujeres palestinas en los asombrosos eventos de Cisjordania-Gaza, y fotografías de mujeres palestinas que protegían a familiares varones y se enfrentaban a soldados israelíes armados aparecían en el Boston Globe, el Times y los principales diarios estadounidenses de todo el país.

En la actualidad, según Gillespie, Ms. planea reproducir extractos de un libro que será publicado el año que viene por Robin Morgan, quien pasó un tiempo en los campos de refugiados palestinos en el Líbano. La revista aparentemente continúa evitando tocar lo que muchos espectadores coinciden en que es uno de los eventos más trascendentales en la historia posterior a la Segunda Guerra Mundial, el levantamiento palestino de 1987-1988 y, según Gillespie, no hizo ningún esfuerzo por contactar a los escritores palestinos al respecto.

En contraste con la opinión de que la invasión del Líbano no fue un “evento precipitante” adecuado para la solicitud de artículos, está el sentimiento expresado por Shane Snowden de Sojourner. “Hubo una verdadera agonía entre los lectores de Sojourner cuando Israel invadió el Líbano”, cuenta Snowden, quien solicitó artículos sobre el asunto. Jenny Bourne sostiene que fueron los acontecimientos del verano de 1982 los que pusieron al sionismo e Israel en un claro relieve en el movimiento de mujeres. Esto fue ciertamente cierto en Inglaterra. Mis archivos, por ejemplo, contienen un breve artículo de Dena Attar, de la revista feminista británica Shifra, “Por qué no soy una feminista judía”, escrito a raíz del Líbano y que testifica al menos algún debate entre las feministas británicas. Varias feministas estadounidenses que entrevisté para este ensayo también dijeron que “después del Líbano” se habían visto obligadas a reexaminar sus puntos de vista sobre Israel. En la introducción a The Tribe of Dina, las editoras expresan su malestar “acerca de cómo contrarrestar el antisemitismo sin sofocar la oposición al Gobierno israelí”. Y en su conferencia anual en junio de 1982, como resultado directo de la invasión, la Asociación Nacional de Estudios de la Mujer (NWSA, en inglés) enmendó su constitución para condenar el antisemitismo contra judíos y árabes. (La resolución, presentada por una académica libanesa, provocó una discusión muy “afligida”, según Nancy Gerber, parlamentaria de la NWSA para la sesión).

Así y todo, dentro del movimiento de mujeres estadounidenses, el tipo de discusión que parece haber tenido lugar en Inglaterra simplemente no sucedió. No existe nada como el artículo de Dena Attar en la prensa feminista estadounidense. La única excepción que conozco es un artículo que escribí para Sojourner. Esta revista también publicó cartas de ocasionales disidentes radicales de lo que en Estados Unidos equivale a una línea de partido virtual: Israel puede ser criticado por “errores” o desviaciones de sus ideales, pero no se debe presionar hasta llegar a la conclusión herética de que algo puede estar fundamentalmente podrido en el Estado mismo.

En el movimiento de mujeres, las críticas a Israel siguieron rodeadas de temor y disculpas incluso después de 1982. “No he hablado públicamente sobre mis puntos de vista —explica la profesora de biología de Harvard Ruth Hubbard, quien escribió cartas sobre Israel y los palestinos a Sojourner— porque puedo pensar en muy pocas aliadas en el movimiento de mujeres, y cada vez que siento que estoy en una minoría tan pequeña, tiendo a no hablar”.

Eleanor Roffman dice que las feministas la han acusado de “odiarse a sí misma” debido a sus opiniones antisionistas. “Este tipo de cosas —comenta— fue muy intimidante para muchas mujeres judías progresistas que de otra manera podrían haber adoptado una posición progresista sobre Israel y el Medio Oriente”.

Se debatió mucho en la publicación de mayo de 1986 de Sojourner sobre la historia oral de una mujer palestina que vivía cerca de Cambridge, Massachusetts. “Estábamos preocupadas por sus referencias habituales [sic] a Palestina como una entidad en curso —relata Snowden— porque sabíamos que habría gente que se sentiría ofendida”. La historia fue la primera de una serie, después de muchas discusiones sobre su orden en la serie. A pesar de la aprehensión de las editoras sobre la palabra “Palestina”, el título decía “De Safad, Palestina, a Somerville, Massachusetts”. (El artículo generó una respuesta instantánea y airada desde la perspectiva israelí, que apareció bajo el título irónico, “Otra visión del conflicto árabe-israelí”. Las vacas sagradas que invocaba son las que fueron expulsadas de los pastos intelectuales del propio Israel —por ejemplo, las falsas nociones de que los árabes huyeron de Palestina porque sus líderes así lo dijeron y que los árabes tienen “igual acceso” a la educación israelí).

Según Nancy Gerber, un grupo judío se formó inmediatamente a partir de la “angustia” causada por los debates de la NWSA sobre el significado de “antisemitismo”. Sin embargo, Gerber, unitaria y una de las fundadoras del caucus, dice que este nunca discutió la cuestión del sionismo y el antisionismo. “La gente personaliza estas cosas en lugar de pensar en ellas a escala mundial. La gente se puso en contacto con sus propios sentimientos”, explica. Otras mujeres hacen observaciones parecidas sobre el giro apolítico y personal que tuvieron las discusiones en reuniones similares.

Sobre las confrontaciones entre mujeres negras y judías en Boston, Eleanor Roffman comenta: “Todo se centró en las relaciones interpersonales entre negros y judíos más que en una perspectiva política más internacional. Algo en todo el asunto de la identidad me hizo sentir incómoda. Parecía alejarse de la política”.Y en “Going Public as a Jew” (Hacerse pública como judía), publicado en la edición de julio-agosto de 1987 de Ms., Letty Pogrebin escribe sobre llevarse a Israel como un artefacto, que ella y las mujeres de un círculo feminista judío en Nueva York llaman “la sagrada schmata”, una cuerda de bufandas anudadas. Con la noción, se supone, de que promovería la comodidad interpersonal, “estaba envuelto en mujeres judías y árabes que se reunieron para hacer las paces entre sí”.

Pero desde diciembre de 1987 y el comienzo del levantamiento, una ola de sentimientos de preocupación se apoderó de mujeres como las citadas en este artículo, lo que llevó a las feministas judías a hacer públicas sus críticas a Israel con más fuerza que en 1982. Según Pogrebin, “el levantamiento generó acción política y [llevó a la gente a preguntar] ‘¿A dónde voy para decir lo que pienso?’”. Pogrebin ya no es una editora de asignaciones en Ms., que cambió de dueño y sufrió cambios durante el último medio año. Si lo fuera, ahora dice, “me gustaría algo sobre los territorios, así como sobre lo que está sucediendo en el movimiento por la paz de mujeres israelíes”.

Las vigilias de mujeres israelíes en Jerusalén en apoyo de sus hermanas palestinas provocaron reacciones entre las feministas estadounidenses. Según Melanie Kaye/Kantrowitz, desde el inicio del levantamiento hubo dos vigilias de feministas judías en su estado natal, Vermont, “contra la política del Gobierno israelí y por un Estado palestino junto a Israel”. Un grupo de mujeres de Nueva York que se autodenomina Comité de Mujeres Judías para Poner Fin a la Ocupación realizó vigilias semanales desde el 25 de abril frente a las oficinas de la Quinta Avenida de la Conferencia de Presidentes de las principales organizaciones judías estadounidenses. Este grupo continúa con las vigilias a pesar de la “gran hostilidad” que Claire Kinberg, una de las fundadoras, admite que existe, e incluye a feministas conocidas como las historiadoras Alice Kessler-Harris, Blanche Wiesen-Cook, las escritoras Grace Paley y Esther Broner (mencionadas anteriormente) y la cantante Ronnie Gilbert. Según Kinberg, el comité se formó para apoyar a dos grupos de mujeres israelíes activas contra la ocupación desde que comenzó el levantamiento y, en palabras de Kinberg, “para levantar la voz de las mujeres” por una solución de dos Estados. Kinberg dice que el grupo siente que la solución es “necesaria por razones morales y humanas” y porque “es el único camino sostenible para la supervivencia del Estado de Israel”.

Al menos un grupo de mujeres israelíes, Mujeres de Negro, hace de la preocupación y el apoyo a sus hermanas palestinas el motivo central de sus vigilias. Las vigilias de los grupos estadounidenses, por el contrario, no son por los palestinos muertos. Más bien, enfatizan una solución política justa y el peligro que representa la ocupación para Israel. Sin embargo, estas y otras actividades que se desarrollan en todo el país son importantes. El tiempo dirá cómo se desarrollarán y si los cambios políticos que anuncian perdurarán.

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Ellen Cantarow, una periodista de Boston, Estados Unidos, escribió por primera vez desde Israel y Cisjordania en 1979. Su trabajo fue publicado en Village Voice, Grand Street y Mother Jones, entre otras publicaciones.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por MERIP octubre/noviembre de 1988.

REFERENCIAS: 

[1] Jenny Bourne, “Jewish Feminism and Identity Politics,” Race and Class 29/1 (Verano 1987).

[2] Citado por Bourne, p. 13.

[3] Charles E. Silberman, A Certain People: American Jews and Their Lives Today (New York: Summit, 1985), p. 23.

[4] Nathan and Ruth Ann Perlmutter, The Real Anti-Semitism in America (New York: Arbor House, 1982), p. 111.

[5] Silberman, op cit., p. 107.

[6] Citado por Bourne, op cit., p. 13.