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El Interprete Digital

Jerusalén, la ciudad islámica

Por Ammiel Alcalay para MERIP

Hospicio austríaco en Jerusalén. [Gugganij/Creative Commons]

Cumpliendo casi todos los clichés imaginables de la ciudad como palimpsesto, una de las capas de Jerusalén fue cada vez más marginada dentro de un discurso en el cual un turismo innecesario reemplazó el ritual de peregrinación. A pesar de la poca importancia que la Guía Azul Hachette concedió a los musulmanes, durante el período de 1310 años que va desde la conquista árabe en 638 hasta 1948, solamente hubo 129 años en los que Jerusalén no estuvo de una forma u otra bajo soberanía islámica.

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Esto no quiere decir que tal soberanía fuera de alguna manera uniforme, ideal o libre de la práctica de diversos tipos de ocupaciones o explotaciones. Por el contrario, es solo para esbozar un contexto en el que la ciudad y sus habitantes actuaron y se expresaron utilizando un idioma vernáculo del saber preindustrial, una lengua franca del antiguo mundo levantino, mediterráneo y árabe. Las conexiones implícitas que abarcan los términos de este dialecto vernáculo se pueden sentir en dos descripciones de la ciudad, escritas con casi mil años de diferencia. La primera fue escrita por el historiador y geógrafo Al Muqaddasi, un jerosolimitano nativo del siglo X:

“Los edificios de la Ciudad Santa son de piedra, y en ninguna parte encontrarás una construcción más fina o más sólida (…) sus uvas son enormes y no existen membrillos iguales a los de la Ciudad Santa. En Jerusalén existen todo tipo de eruditos y médicos, y por eso el corazón de todo hombre inteligente la anhela. Durante todo el año, sus calles nunca están vacías de extraños. En cuanto al dicho de que Jerusalén es la más ilustre de las ciudades: ¿No es ella la que une las ventajas de Este Mundo y las del Próximo? En cuanto a que la Ciudad Santa es el lugar donde más cosas buenas se producen, Dios —¡exaltado sea!— reunió aquí todos los frutos de las tierras bajas y de las llanuras y de la región montañosa, incluso los de las más opuestas clases: la naranja y la almendra, el dátil y la nuez, el higo y la banana, además de leche en abundancia, azúcar y miel”. [1]

El segundo relato, del escritor palestino Jabra Ibrahim Jabra, habla de la ciudad de finales de los años 1930 y principios de los ‘40 desde el otro lado de la catástrofe, a través de la memoria, con una voz ya matizada por el tono de la conmemoración:

“¿Conocés Jerusalén? No sé si realmente tiene siete colinas, pero yo caminé arriba y abajo por todas sus colinas, entre sus casas de piedra —piedra blanca, piedra rosa, piedra roja— casas parecidas a castillos, que se elevan alto y bajo a lo largo de los caminos a medida que suben y bajan. Pensarías que son joyas que sostienen el manto del Señor (…) esas largas caminatas en la calle de Jaffa o en el laberinto de rocas y olivos que rodeaban la ciudad. ¿Alguna vez te sentaste en la tierra roja, debajo de un olivo viejo y nudoso, rodeado de arbustos espinosos y algunas anémonas que se abrían paso entre las espinas con las que luchaban? ¿O junto a esas florcitas amarillas que nuestros agricultores llamaban hannun? ¡Qué hermosos eran los olivares de Talbiyya, Katamoun y Musallaba! ¡Qué hermoso era el valle que se extendía hasta Maliha! Fue allí donde dejamos parte de nuestra vida como regalo, como promesa de que regresaríamos”. [2]

La obra de Jabra, aunque se encuentra dentro de los parámetros selectivos de la memoria (escrito, como está, desde la mirada a las espaldas del exilio), aún logra expresar acabadamente lo que es más sorprendente sobre ambos pasajes: el intercambio fluido entre la creación orgánica y humana, entre lo urbano y lo rural. 

Las casas de piedra finamente construidas, las joyas hechas a mano que celebran la divinidad, los eruditos (al insinuar la existencia de bibliotecas y escuelas), el tráfico constante de peregrinos y visitantes, todos mezclados imperceptiblemente con la vegetación de las tierras bajas, las llanuras y la región montañosa, con el laberinto sin labrar de rocas, tierra roja, olivos anudados, arbustos espinosos y anémonas. La diversidad del terreno y de los variados cultivos de cada parte de la tierra también parecen indicar, sin decirlo explícitamente, que un delicado equilibrio de técnica agrícola y economía urbana puede producir verdaderas riquezas. Si se siguen los hilos que unen tal estructura social se confirma este pensamiento:

“La ciudad musulmana puede definirse menos como una entidad social y física voluntaria, consciente, por así decir ‘programada’, que como una serie de tensiones entre polos contradictorios y, a veces, francamente incompatibles, siempre sujetos a las variables de tiempo y área. La ciudad es comercial y artesanal, pero gran parte de su riqueza proviene de la agricultura, y la separación física entre la vida urbana y el cultivo de la tierra nunca es demasiado clara”. [3]

Tanto el terreno como la arquitectura, repositorios del léxico más coherente de la lengua franca mencionada anteriormente, proporcionan un medio para ilustrar cómo el contexto islámico enriqueció y dio forma al intento milenario de la cultura ‘tradicional’ de crear objetos imbuidos del aura de sus acontecimientos.

El laberinto de rocas y olivos en terrazas que rodean a Jerusalén y que Jabra describe imita la naturaleza concéntrica de los estratos arquitectónicos que intentaron redefinir ciertos sitios, sin usurparlos por completo. El sitio más obvio es el área del Monte del Templo donde ahora se encuentra la Cúpula de la Roca. Este monumento, iniciado en 685 y terminado en 692, estableció no sólo el tono visual sino también estructural de la ciudad como: “Un mosaico de comunidades religiosas, étnicas y lingüísticas dentro del campo unificador de una civilización islámica ampliamente definida: una civilización que extrajo sus cualidades características como orden social del carácter abrumadoramente musulmán de la población sin restringir la participación en esa civilización a los musulmanes”. [4]

Sin embargo, este “carácter musulmán abrumador” era en sí mismo un palimpsesto y un prisma de la gente, los idiomas, los textos, la cultura material y los lugares en los que la fe se revelaba y buscaba a sus nuevos adherentes. La Cúpula de la Roca expresa claramente la naturaleza y las necesidades de tal orden social y las opciones que ofrecía. El impresionante vigor de la revelación del profeta Muhammad se anuncia a través de la brillante ingeniería de un edificio que cuadra el círculo y se cierne a lo largo de la división entre la tierra y el cielo, entre la propuesta de un nuevo conjunto de relaciones y un homenaje a las que ya existen. En un momento en que el islam tenía pocas pruebas materiales para atraer a las civilizaciones más antiguas y mejor dotadas que encontró, sus nuevos monumentos estaban decididos a impresionar, asombrar e involucrar directamente a ‘la gente del libro’, tanto judíos como cristianos.

Al situarse donde lo hizo, la Cúpula de la Roca redefinió por completo la “memoria del espacio cualitativo sobre el que se basan todos los ritos religiosos y su orientación”. Este sentido de espacio cualitativo es particularmente apropiado para la Cúpula de la Roca, ya que “en la arquitectura islámica, el espacio nunca está divorciado de la forma: no es la materialización del espacio euclidiano abstracto lo que proporciona un marco en el que se ‘colocan’ las cosas. El espacio está calificado por las formas que existen en él. Un centro sagrado polariza los espacios a su alrededor”. [5]

Al incorporar la compleja red de eventos y mitos existentes sobre el centro sagrado de su propia ubicación (el Monte Moriah como el ombligo de la Tierra y el lugar de la creación y muerte de Adán; la roca donde Abraham llevó a Isaac para ser sacrificado; el área del templo de Salomón y el Lugar Santísimo, y el lugar desde el cual Muhammad ascendió al cielo), el Domo comparte las características de un modo llamado “construcción del sitio”.

En este método, la cultura específica de la región —es decir, su historia tanto en sentido geológico como agrícola— se inscribe en la forma y realización de la obra. Esta inscripción, que surge de la ‘incrustación’ del edificio en el sitio, tiene muchos niveles de significación, ya que tiene la capacidad de encarnar la prehistoria del lugar, su pasado arqueológico y su posterior cultivo y desarrollo, como transformación a través del tiempo. A través de esta superposición, las idiosincrasias del lugar encuentran su expresión sin caer en el sentimentalismo. [6]

El éxito que tiene la Cúpula de la Roca en ‘polarizar el espacio’ y mantener el ‘aura’ de eventos complejos que se transformaron a lo largo del tiempo se puede ver a partir de su situación actual. Rodeado de extensos y modernos asentamientos suburbanos atravesados ​​por carreteras, el Domo es ahora testigo de una transformación radical de una estructura y economía de relaciones que alguna vez fue familiar. Aunque amenazada por la posibilidad de ser ‘simbolizado’ fuera del tiempo y lugar reales, secuestrada en el estéril reino de la imaginería ideológica e inundada por la escala de un nuevo orden (sin mencionar la posibilidad de que sea bombardeada por nuevos soldados de la fe empeñados en inducir una vista previa del apocalipsis), la Cúpula parece haber permanecido impermeable al tipo de reproducción reductiva que la privaba de su ‘integridad y alteridad’. Edward Said comenta sobre una foto de teleobjetivo en la que se ve la Cúpula a través de un primer plano comprimido de minaretes y antenas de televisión sobre un fondo de árboles y lápidas blancas alineadas a lo largo del Monte de los Olivos:

“En todo el mundo árabe existe una mezcla de estilos culturales que caracteriza el rápido desarrollo: los modos de vestir, la actividad y la arquitectura occidentales modernos se superponen a los entornos y formas de ser tradicionales. El símbolo más común de esto se encuentra en las fotografías típicas de una ciudad vieja sobre la que se coloca una cuadrícula de antenas de radio y televisión. Lo que obtenemos es un sitio de intensidad que hace referencia a dos tradiciones, una nativa, la otra extranjera u occidental, que se mantienen en una especie de control incómodo entre sí. A uno le queda calcular las diversas ganancias y pérdidas resultantes de este tipo de equilibrio, y también uno es llevado a pensar en dos mundos en tensión sostenida. Una representación más justa de cómo la mezcla de elementos realmente ocurre y cómo se experimenta la vida árabe moderna se encuentra, pienso, en fotografías de sitios tradicionales cuya innegable centralidad se destaca y atrae, subordinándolos, a los símbolos intrusos de la modernidad metropolitana. Esta es la forma más lenta en que todos absorben y reorientan lo nuevo según la aún temible fuerza de lo viejo”. [7]

La inscripción del tiempo dentro de un sitio marca un punto que no es necesariamente una ‘progresión’, pero que ciertamente es un hecho: el islam viene después y se desarrolla a partir de los textos y profecías anteriores de la ‘gente del libro’ y, al hacerlo, los redefine. Su orden social y la variedad de escritos producidos dentro de él ocupan un enorme espacio temporal, a pesar de que los intersticios y matices de esa duración se derrumbaron en gran medida en categorías aún más grandes pero más amorfas y con seguridad no contradictorias. Como escribe Ilan Halevi:

“Debe haber una salida a esta triste historia. Una manera de no quedar preso de sus tristes parámetros, ni quedar hechizado por el giro de las frases, el eco de las visiones, la textura del papel. Hay que pasar la página”. [8]

El paso de la página, esa marca adicional que otro orden social más reciente superpuso sobre su predecesor, esa definición y ubicación de la ‘escisión’ que iniciará otra “duración colectiva”: este tipo de cambio se basa en gran medida en la generosidad de las interpretaciones y en la ayuda que el arte y la imaginación puedan proporcionar para perforar estos ‘tristes parámetros’ de las suposiciones nunca verificadas.

[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]

Ammiel Alcalay es poeta, traductor, crítico, académico, activista y profesor en Queens College y en el Centro de Graduados de CUNY. 

N.d.T.: El artículo original fue publicado por MERIP junio de 1993.

REFERENCIAS: 

[1] Guy Le Strange, History of Jerusalem Under the Moslems (n.p., n.d.), p. 5.

[2] Jabra Ibrahim Jabra, The Ship (traducción de Adnan Haydar y Roger Allen) (Washington, DC: Three Continents Press, 1985), pp. 20-24.

[3] Oleg Grabar, “Cities and Citizens,” en Bernard Lewis, ed., The World of Islam (London: Thames and Hudson, 1976). Ver también capítulo 2, “Enframing,” of Timothy Mitchell’s Colonising Egypt (Cambridge: Cambridge University Press, 1988).

[4] Abdullah Schleiffer, “Islamic Jerusalem as Archetype of a Harmonious Environment,” en A. Saqqaf, The Middle East City, pp. 164-165.

[5] Nardel Ardalan y Laleh Bakhtiar, The Sense of Unity: The Sufi Tradition in Persian Architecture (Chicago: University of Chicago Press, 1973), del prólogo de Seyyed Hossein Nasr, p. xii.

[6] Kenneth Frampton, “Towards a Critical Regionalism: Six Points for an Architecture of Resistance,” en Foster, ed., The Anti-Aesthetic, p. 26.

[7] Edward W. Said y Jean Mohr, After the Last Sky (London: Faber and Faber, 1986), pp. 147-149.

[8] Ilan Halevi, A History of the Jews (London: Zed Press, 1987), p. 252.