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El Interprete Digital

La disonancia cognitiva de la República Islámica

Por Michael Bonner para New Lines Magazine

Sello cilíndrico, Aqueménida, impresión moderna. [Hjaltland Collection / Creative Commons]

Hablar de revolución, de la decadencia y la renovación en Irán debería recordarnos la enorme contribución de Irán a la civilización humana y las muchas calamidades que superó en su historia. A lo largo de los últimos 2.500 años, sucesivos Estados iraníes surgieron y se derrumbaron, pero también absorbiendo y preservando modelos culturales aún más antiguos, a pesar de conquistas y devastadoras humillaciones. 

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Sin embargo, como sostengo en mi libro “En defensa de la civilización”, nunca hubo una ruptura más radical con la tradición y la cultura iraníes que la República Islámica instaurada en 1979. De ahí que, parece un momento oportuno para revisar estos hechos, mientras contemplamos lo que puede venir después. 

Los orígenes de la República Islámica se encuentran en el tratado del ayatolá Jomeini “Hokumat e Eslami”, o “El Gobierno islámico” en español. Para Jomeini, el gobierno realmente legítimo significaba el gobierno de Dios, encarnado en la ley divina. El profeta Muhammad había gobernado con autoridad suprema durante su vida. Tras él vinieron los 12 imanes, cuya legitimidad derivada de su presunto conocimiento perfecto de la ley y la justicia. En ausencia de los imanes, este conocimiento prevalecía en la clase de juristas y estudiosos del derecho conocidos como “fuqaha” (o “faqih” en singular). Así, Jomeini razonaba que el único gobierno legítimo era el dirigido por un jurista. A este concepto Jomeini lo llamó “la tutela del jurista”, o “velayat e faqih” en persa. Es decir, el fundamento jurídico de la República Islámica de Irán.

Por otra parte, el velayat e faqih es quizás la teoría del orden político más escueta que jamás hubiera constituido la base de una constitución. También es utópica, incluso ingenua, en el sentido de que Jomeini suponía que la religión bastaría para mantener virtuosa a la gente y no habría necesidad de un poder judicial, un ministerio de finanzas o incluso una administración pública. En este sentido, estoy de acuerdo con el historiador Ervand Abrahamian en que quizá sea mejor considerar a Jomeini como un radical populista, no un ideólogo conservador.

Además, Jomeini no contemplaba la soberanía popular. Esto se consideró, con razón, una grave deficiencia para una República Islámica. De ahí que, el difunto jurista iraní Mohammad Beheshti y otros redactores de la Constitución se inspiraron en la obra del erudito chií iraquí ayatolá Muhammad Baqir al Sadr y aplicaron una teoría de la soberanía popular que consideraron aceptable desde una perspectiva islámica, pero esto produjo una irreconciliable tensión. Aunque Irán acabó teniendo una constitución tripartita con poderes ejecutivo, legislativo y judicial, la soberanía suprema se concedió tanto a Dios, que gobierna a través del jurista supremo, como al pueblo, que elige al parlamento y al presidente.

Desde el principio, en 1979, la nueva constitución tuvo muchos detractores. El primer presidente de la República Islámica, Abolhassan Banisadr, se opuso alegando que la constitución convertía de hecho al jurista supremo en un gobernante absoluto. Otros denunciaron la contradicción entre la soberanía democrática y el poder aparentemente ilimitado del jurista supremo. Es más, el difunto ayatolá Shariatmadari, que era partidario de un enfoque quietista de la política y crítico con Jomeini, criticó totalmente la participación del clero en la política y argumentó que el velayat e faqih socavaría la soberanía popular. Los parlamentarios liberales, como Ezzatollah Sahabi, argumentaban que sometería al clero al tipo de críticas que normalmente se reservan a los políticos, con el consiguiente descrédito del propio Islam. Este argumento fue clarividente, y la tensión entre la soberanía popular y la supremacía del Islam aún no se resuelve.

En la raíz de estas críticas estaba el hecho de que el velayat e faqih es una aberración religiosa y política, no sólo en Irán, sino en toda la tradición islámica chiíta. De hecho, el clero chií nunca había entrado en lo político en el pasado. Siempre se habían acomodado a la autoridad civil del momento, a veces a pesar de brutales persecuciones.

Asimismo, el imán Alí primo y yerno del profeta Muhammad, fue un modelo de quietismo político, emulado por los propios maestros y mentores de Jomeini en el siglo XX, como el jeque Abdul Karim Haeri y Mohammad Hossein Borujerdi. Es más, Haeri y Borujerdi se habían opuesto al laicismo del monarca Reza Shah (que reinó entre 1925-1941), pero por lo demás se mantuvieron al margen de la política. Por otro lado, el jeque Fazlollah Nuri había rechazado de plano todo lo moderno y abogaba por un acomodo entre el constitucionalismo y la ortodoxia chií, pero sus opiniones nunca llegaron a cuajar y fue ejecutado en 1909 a instancias de sus rivales constitucionalistas. A finales de la década de 1920, el antiguo clérigo Ahmad Kasravi denunció las influencias europeas, especialmente la tecnología, pero también se convirtió en un vehemente crítico del propio chiísmo y acabó siendo asesinado por los seguidores del clérigo extremista chií Navvab Safavi en 1946. Por su parte, el difunto novelista y filósofo Jalal Al e Ahmad, que había formado parte del círculo de Kasravi, también clamaba contra la influencia negativa de la cultura occidental, a la que describía como una enfermedad cuya única cura era el Islam. Sin embargo, para él, el clero era garante de la justicia y la igualdad.

El revolucionario iraní Ali Shariati, que defendió ideales radicales pero murió antes de la revolución de 1979, estaba de acuerdo en teoría, pero sostenía que el clero no había cumplido con sus obligaciones, por lo que estaba a favor de un islam anticlerical y de una relación personal entre Dios y los seres humanos. Por otro lado, el ayatolá Naini, considerado por muchos como el teórico más destacado de la Revolución Constitucional iraní de finales del siglo pasado, había abogado por una república fundada en los principios islámicos en la revolución de 1906. Al mismo tiempo, el gran ayatolá Shariatmadari era partidario de esos mismos principios, pero prefería una monarquía constitucional y un clero políticamente inactivo.

Las ideas de Jomeini se inspiraron en estas corrientes de pensamiento, especialmente en la aprensión hacia la influencia europea y la renovación religiosa. Sin embargo, nadie antes que él había sugerido que el gobierno estuviera formado por clérigos; de hecho, Naini y Shariatmadari se opusieron notablemente a la idea, aduciendo que todos los seres humanos, por piadosos y eruditos que fueran, eran falibles.

Como era de esperar, la doctrina del velayat e faqih fue rechazada por casi todos los colegas académicos de Jomeini. Sólo el ayatolá Montazeri, alumno del propio Jomeini, respaldó el concepto antes de la revolución. El ayatolá de mayor rango en Nayaf (Irak) a finales de la década de 1970, Abu al Qasim al Joei, lo rechazó de plano, al igual que Shariatmadari. Los clérigos de Mashhad, en Irán, criticaron duramente el proyecto durante años después de la revolución. Igualmente, los cuatro grandes ayatolás que están ahora en Nayaf siguen oponiéndose frontalmente a ella. No obstante, la facción jomeinista prevaleció al final, por una combinación de suerte y una oposición dividida, no por el respaldo popular, y la constitución jomeinista, con todas sus contradicciones internas, sigue vigente hasta hoy. Deberíamos contrastar esta reciente aberración con el panorama más amplio de la historia iraní.

El sentido iraní de identidad y propósito en el mundo se desarrolló repentinamente con el establecimiento del primer Imperio Persa, bajo Ciro I en 550 a.C. quien fue el primer intento del mundo de unir a todos los pueblos civilizados en un solo sistema político. Es decir, fue el primer intento del mundo de unir a todos los pueblos civilizados en un único sistema político. La concepción persa del orden civilizado es visible en las ruinas de la capital ceremonial de Persépolis, construida originalmente por Darío I. En lugar de imágenes de un tirano destruyendo a sus enemigos o cazando bestias salvajes, como era habitual en la imaginería real más antigua del Próximo Oriente, el relieve del rey persa y su corte, aunque obviamente idealizado, es una visión de jerarquía, estabilidad, orden, dignidad y paz. El rey está sentado tranquilamente en su trono mientras sus consejeros se acercan con confianza y respeto. No se arrastran ni se humillan. Asimismo, los relieves de las escaleras que conducen a la sala de audiencias muestran a cortesanos y funcionarios que se mueven en actitud relajada. Sus rostros son tranquilos y alegres. Conversan, se dan la mano y se tocan los hombros mientras esperan al rey. Los relieves de los diversos pueblos súbditos llevando tributo al rey reflejan un estado heterogéneo y tolerante.

Desde el principio de su historia, Irán se vio a sí mismo como algo más que una sociedad entre muchas otras. Esta visión se mantuvo hasta la era moderna, a través de una sucesión de imperios mundiales desde el mundo mediterráneo en el oeste hasta China en el este, incluyendo la enorme extensión de la estepa entre ambos. A lo largo de su historia, Irán se enfrentó a problemas geopolíticos similares derivados de potencias similares, en su mayoría hostiles. En un pasado remoto, estas potencias incluían a Roma, el mundo de los nómadas esteparios y los beduinos del desierto de Arabia. En la actualidad, incluyen a Irak y Arabia Saudí, que fueron enemigos en la historia reciente, así como a Rusia y Turquía, que no tolerarán rival alguno en sus propias esferas de influencia. Esta situación crea una enorme inestabilidad y siempre obligará a Irán a mirar más allá de sus fronteras para garantizar su propia seguridad. Debido a sus numerosas fronteras, Irán siempre se verá obligado a interesarse por el Medio Oriente, el Levante, Mesopotamia, el Golfo Pérsico, la Península Arábiga, el Cáucaso y Asia Central, sobre todo porque la lengua persa y el islam chií se encuentran en grandes minorías en todos estos lugares.

No obstante, a pesar de su vulnerabilidad a las invasiones y conquistas, el retrato de sí mismos, la cultura y la lengua persas se mantuvieron estables a lo largo de milenios. Las conquistas de Alejandro Magno, los árabes y mongoles acabaron con el orden político y cultural autóctono en casi todas partes, excepto en Irán. Es cierto que Irán sucumbió a los conquistadores, pero éstos adoptaron la cultura iraní autóctona.

No existe mejor ejemplo de ello que la larga sombra proyectada por el Imperio sasánida después de que los árabes invasores lo derrocaran en el año 651 d. C. La herencia sasánida fue para la Edad de Oro islámica lo que la cultura grecorromana fue para el Renacimiento europeo. Gran parte de lo que consideramos arquitectura y artes visuales islámicas no tienen precedentes árabes. Son, como los enormes pórticos abovedados y los arcos apuntados de Bujara, de inspiración sasánida. Los mosaicos del interior de la Cúpula de la Roca toman prestadas imágenes sasánidas e incluso representan las mismas “alas de la victoria” que aparecen en las monedas del rey sasánida Khusro II (reinó entre 590-628), que también aparecen en el logotipo moderno de la Universidad de Teherán. Las llamadas alfombras islámicas, la cristalería, la metalurgia, la música y la astrología también se inspiraron en modelos sasánidas. Así, tanto Dinawari (fallecido en 896), el primer historiador musulmán persa de Irán, como Masudi (fallecido 956), uno de sus sucesores posteriores, escribieron largas historias de su país, en parte para demostrar que el “imperio internacional” era originalmente una idea iraní y en parte para publicitar la inusitada antigüedad y singularidad de la cultura iraní.

A pesar de la serena seguridad y la confianza suprema de la autoimagen iraní, los sucesivos Estados iraníes fueron capaces tanto de encajar en el orden internacional de la época como de ayudar a configurarlo. Por ejemplo, los reyes sasánidas, a veces afirmaban gobernar con autoridad sobrenatural y ser superiores a todos los demás poderes terrenales. Sin embargo, tenemos numerosas pruebas de correspondencia diplomática con Roma en la que el Estado sasánida reconocía la legitimidad de Roma y su igualdad con Irán. Estos intercambios muestran un auténtico esfuerzo por someter a ambas potencias a algo parecido al derecho internacional. Por ejemplo, el tratado de paz entre Roma y Persia de 562 d.C., abarcaba desde la defensa mutua contra las amenazas del mundo nómada hasta la inmigración, el comercio y la conducta de los aliados. También fue el primer tratado del que se tiene constancia que garantizaba los derechos de las minorías religiosas en cualquiera de los dos imperios.

Del mismo modo, el tratado entre los estados safávida y otomano, conocido como la Paz de Amasya, firmado en 1555, pretendía regularizar las relaciones entre dos potencias hostiles estableciendo zonas tampón entre ellas e imponiendo el respeto mutuo entre las doctrinas rivales suní y chií. En la práctica, esto significaba garantizar a los peregrinos persas el paso seguro a los santuarios de La Meca y Medina y poner fin a una maldición ritual en contra los tres primeros califas, una práctica entonces muy extendida en Irán. Por último, podría citarse el más reciente Tratado de Amistad y Comercio entre Irán y los Estados Unidos de América, firmado en 1856, que subrayaba la antigua dignidad del Estado iraní sin menoscabar la de Norteamérica.

La República Islámica representa una ruptura radical con esta tendencia a doblegarse y prosperar dentro del orden internacional. El velayat e faqih partía de la base de que todas las demás formas de orden político eran ilegítimas y, paradójicamente, el nuevo Irán estaba decidido a ocupar lo que consideraba su legítimo lugar en el orden de las naciones y a exigir y recibir el respeto de sus pares. Sin embargo, la República Islámica se presentó al mundo con el asalto a la embajada estadounidense en Teherán y la consiguiente crisis de los rehenes. Más tarde, en 1989, Jomeini emitió su fatwa contra el novelista Salman Rushdie, como si el ayatolá tuviera autoridad legal mundial para dictar una sentencia de muerte contra un extranjero que publicará un libro en Gran Bretaña y Estados Unidos. A día de hoy, mientras lleva a cabo asuntos diplomáticos aparentemente normales, Irán trabaja para exportar su revolución al extranjero a través de grupos como Hezbolá en Líbano y el ejército Mahdi en Irak. Los dirigentes chiíes de Irán tampoco dudan en armar a grupos yihadistas suníes extranjeros, como Hamás en Gaza y los talibanes en Afganistán. Tampoco tienen reparos en dar cobijo a agentes de Al Qaeda dentro de Irán.

Los ejemplos podrían multiplicarse. La cuestión es que la República Islámica contemporánea representa una ruptura radical con el pasado de Irán. No es un retroceso conservador, sino más bien una reacción peculiar a las condiciones de finales del siglo XX; una reacción que no fue especialmente bien pensada. Puede que aún tengamos que esperar más para su colapso, pero un sistema tan aberrante y cruel no puede sobrevivir indefinidamente a sus propias contradicciones.

Cuando Ciro el Grande capturó Babilonia en 539 a.C., se vio a sí mismo como el restaurador de un antiguo orden civilizado que había caído en la ruina. Como anuncia el famoso Cilindro de Ciro, el rey persa renovó las tradiciones de las monarquías sumeria, asiria y babilónica, inspirándose en ideas religiosas y políticas que ya tenían miles de años. El pasado no fue enterrado, sino revigorizado y realizado. Ojalá este mismo espíritu vuelva a prevalecer en Irán.

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Michael Bonner es asesor de comunicación y política pública del gobierno de Ontario (Canadá) e historiador de Irán con un máster en Estudios de la Antigüedad Tardía y Bizantinos y un doctorado en Estudios Orientales, ambos por la Universidad de Oxford.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 19 de diciembre de 2022.