Por Rahaf Aldoughli para New Lines
La primera víctima de la guerra siria fue el pueblo sirio. No sólo en el sentido de la brutalidad infligida a los civiles de a pie, sino en la ruptura de la idea de que todos los sirios eran de alguna manera uno, independientemente de su religión o secta.
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Desde que Hafez Al Asad tomó el poder en 1970, el régimen de Asad había cultivado cuidadosamente el laicismo como forma de alejarse del sectarismo. Antes de la guerra, el régimen criminalizaba cualquier insinuación de afiliación sectaria y la perseguía como un delito político. Significaba tener que alejar constantemente lo que para algunos era una parte importante de su identidad. Decir que se era sunita o chiita o que se pertenecía a cualquier otra secta era profundamente peligroso.
Experimenté este miedo de primera mano en Siria durante una entrevista con un oficial de inteligencia antes de la aceptación final de una beca académica para la que estaba siendo considerada a mediados de la década de 2000. Me preguntó sin rodeos: “Entonces, ¿qué sigue usted?”. Me estremecí ante su pregunta. No entendía qué quería decir con “seguir”, así que con cierta timidez le pedí que me explicara.
“¿Sigues a Alí o a Umar?”, dijo, utilizando los nombres de dos antiguos califas para referirse a las sectas chiita y sunita, respectivamente. “¿Vas a la mezquita? ¿A cuál? Quiero decir, ¿dónde rezas?”, continuó.
“Sigo a Mahoma”, le dije, como forma de evitar su pregunta sobre mi secta, afirmando que soy simplemente musulmana. Para dejar claro este punto, añadí: “Rezo cuando puedo, y no pertenezco a ninguna mezquita”.
Habiendo estado expuesta a las enseñanzas de Kuftaru y Al Qubaisiat —dos escuelas organizadas de enseñanzas religiosas aprobadas por el régimen; la primera, basada en las enseñanzas del antiguo muftí sirio Ahmed Kuftaru y la segunda, un grupo sólo para mujeres—, me había repugnado la estructura jerárquica dentro de ellas porque imitaba la de los baazistas y su mentalidad opresiva. Había empezado a mirar con recelo a todas las instituciones religiosas y grupos organizados.
No me cabía duda entonces de que el oficial ya sabía de dónde venía. Mi religión y mi secta —y prácticamente todo lo demás sobre mi identidad— debían de haber influido en el proceso de designación para esta beca en primer lugar. De hecho, esa información formaba parte del proceso de selección, supervisado por el aparato de seguridad del Estado. La entrevista a la que me sometí fue una mera formalidad, una forma de que el régimen me recordara que lo sabía todo.
Recuerdo otro incidente, que se produjo después de que me nombraran profesora adjunta en la Universidad de Alepo. Compartía la habitación de un hotel con una colega que, por su dialecto revelador, entendí que procedía del oeste de Siria, de los alrededores de Latakia, de donde proceden la familia Asad y su base principal. Nos pusimos a charlar y ella empezó a hablar de su familia y de las tradiciones de su comunidad. En un momento de despiste e ingenuidad, abordé con ella un tema tabú y le pregunté por su secta.
Se sorprendió de mi pregunta. Respondió con rabia, lanzando una amenaza poco disimulada. “Ten cuidado, esto podría llevarte a la cárcel”.
Es por estas experiencias y muchas más que, más adelante, cuando me formé como politóloga y académica, me frustró la idea sin cesar repetida de que el conflicto sirio es sectario, una guerra entre sunitas y alauitas. No lo es, aunque, dadas las décadas de marginación política que sufrieron los sunitas, que constituyen la mayoría de los sirios, es comprensible que los sunitas piensen eso.
Esa fue sin duda la respuesta de los sunitas sirios en noviembre del año pasado, cuando el presidente Bashar Al Asad firmó un decreto que en los años anteriores a la guerra habría sido totalmente impensable: la abolición del cargo de gran muftí, la máxima autoridad religiosa sunita del país.
Muchos sunitas lo interpretaron como un ataque a su religión. Los grupos extremistas aprovecharon la oportunidad para declarar que se trataba de un nuevo ataque al islam. Pero en realidad, es más y menos grave que eso. El régimen no está tratando de destruir el islam sunita. Por el contrario, está tratando de rehacer el sunismo a la imagen de Asad.
Desde 2011, el régimen del Baaz intentó posicionarse como el campeón del islam sunita ‘moderado’, lo que suscitó el malestar de la comunidad ante la perspectiva de una injerencia del Estado. En respuesta, la oposición política fuera del país también intentó mantener un brazo clerical para controlar la narrativa religiosa, al menos parcialmente.
Al mismo tiempo, las milicias dentro del país empezaron a movilizar, a su vez, el sunismo como identidad desafiante para luchar contra el régimen. La toma de poder religioso por parte del partido Baaz tuvo consecuencias inesperadas y de gran alcance.
De hecho, antes de las revueltas de 2011, los eruditos religiosos mantenían un buen grado de autonomía en Siria. En la actualidad, el enfoque del régimen respecto a la religión se centra aún más en la coerción que en la supresión, como en las conferencias, talleres y eventos patrocinados por las organizaciones baazistas para promover la visión de Asad de lo que se denomina islam ‘moderado’ o ‘reformado’. Mientras que antes el partido Baaz se centraba en el control de la opinión religiosa, la revuelta hizo que el partido esté más decidido a moldear el mensaje religioso para sus propios fines, creando de hecho una concepción asadista del islam, lo que puede verse en la nueva asociación entre el Ministerio de Dotaciones Religiosas y las organizaciones afiliadas al partido, como la Unión Juvenil Revolucionaria y la Unión Nacional de Estudiantes Sirios. Estas dos organizaciones baazistas son conocidas por sus actividades de vigilancia, con miembros destacados que actúan en parte como agentes del mukhabarat, o servicio de inteligencia.
Antes de las revueltas de 2011, el partido baazista había incrementado su microvigilancia sobre el discurso religioso, a menudo en forma de agentes de seguridad que revisaban los sermones de los viernes antes de ser pronunciados, para asegurarse de que no se decía nada en contra del Estado. Su preocupación era que cualquier oposición al gobierno de Asad procediera de las mezquitas.
Esto resultó ser un error. Las mezquitas no fueron en sí mismas el manantial de las primeras manifestaciones de los sirios que se oponían al régimen en 2011. Sí, las mezquitas desempeñaron un papel central en el levantamiento, en gran parte porque antes del conflicto actual eran uno de los escenarios menos controlados para el debate y la movilización de la comunidad en Siria. Pero los revolucionarios iniciales de 2011 no tenían una agenda islámica particular.
Aun así, al régimen le resultó útil etiquetar a quienes se oponen a él como fanáticos religiosos, en particular después de que notables líderes sunitas desertaran para expresar su apoyo a la oposición. A Asad le resultó conveniente etiquetar el levantamiento como un movimiento sectario e islamista y asociarlo con el terrorismo y la ‘radicalización’. En consecuencia, Asad se esforzó por politizar el islam en el conflicto, adoptando un nuevo giro hacia la retórica religiosa y describiendo al régimen como el defensor del islam ‘moderado’ frente a las interpretaciones radicales.
Lejos de suprimir la religión, Asad le concedió, en cambio, un mayor apoyo estatal y una voz más amplia en los espacios públicos desde 2011. El baazismo fue históricamente una ideología secular, pero tras el inicio del actual conflicto, Asad hizo cada vez más declaraciones que equiparaban la fe religiosa con la identidad nacional.
Algunos comentaristas vieron esto como una concesión a los conservadores religiosos, pero se entiende más exactamente como un intento de reivindicar una interpretación particular de la religión como una nueva forma de aumentar la legitimidad del régimen.
En 2018, Asad anunció una serie de decretos presidenciales que pretendían someter al establecimiento religioso al control del Estado, regulando el proceso de nombramiento de eruditos religiosos en el Ministerio de Dotaciones Religiosas. El régimen también estableció límites de tres años para el cargo de gran muftí —antes eran vitalicios—.
Estos cambios tuvieron el efecto de fortalecer simultáneamente el establecimiento religioso —al darle el imprimátur de la autoridad estatal— y al mismo tiempo cooptar el derecho a dictar lo que es un comportamiento religioso aceptable en Siria. Así, el Estado decide lo que es una religión ‘moderada’, y la oposición se ve empañada por los aspectos más destructivos de la religión. El régimen de Asad está decidido a definir lo que es la religión de Siria.
El régimen intentó redefinir el islam vinculándolo explícitamente a la obediencia al Estado y, más concretamente, al régimen de Asad. Las perspectivas sobre el islam presentadas por Asad y sus leales ponen un fuerte énfasis en la hegemonía cultural del Estado y en las opiniones de sus dirigentes. La religión se convierte en el escenario de una batalla por el poder entre el régimen y la oposición.
El régimen de Asad no es especialmente sutil al respecto. Una conferencia religiosa patrocinada por el régimen que atrajo las burlas de la oposición se titulaba “Interpretación del Corán a la luz de los fundamentos intelectuales de Asad”. Del mismo modo, el actual jefe del Ministerio de Dotaciones Religiosas indicó en entrevistas que el papel del ministerio en la resolución de conflictos y la programación religiosa se basa ahora en la sabiduría de las interpretaciones del islam de Asad.
Muchos sirios de todas las tendencias políticas se opusieron al esfuerzo del régimen por inmiscuirse en la interpretación religiosa, que va más allá de la cooptación más prosaica de los líderes religiosos. En su lugar, lo que se está produciendo es una fusión directa de la autoridad estatal y la religiosa. Se podría describir esto como la ‘asadización’ del ámbito religioso, sobre todo porque en sus discursos Asad describe ahora sistemáticamente el patriotismo hacia el Estado baazista como un requisito religioso. Hizo patente el vínculo entre su retórica religiosa y la seguridad del régimen, por ejemplo, declarando en un discurso pronunciado ante los leales el 25 de agosto de 2011: “Nuestro camino hacia la resiliencia política es la fe. La fe es seguridad y protección”.
Esta nueva relación entre la fe y la seguridad del Estado en Siria no es mera retórica. El régimen impulsó la revisión de la literatura de educación religiosa.
En 2014, el ministerio presentó una serie de publicaciones y materiales para el sitio web que denominó “Jurisprudencia de la crisis”. Esta literatura pretendía, en palabras de Asad, “corregir 14 siglos de falsas interpretaciones del islam.” Los materiales citaban ampliamente los discursos de Asad y hacían hincapié en la necesidad de reformular la fe religiosa para que se entienda que prohíbe cualquier tipo de activismo político contra la autoridad del Estado. Dada la incertidumbre del panorama político, Asad quería asegurarse de que el poder del Estado se infiltrara en todos los establecimientos religiosos de Siria.
En estas publicaciones y en el sitio web, las palabras de Asad aparecen como una orientación formal y oficial. Las citas de sus discursos se eligen cuidadosamente para reflejar el enfoque ‘moderado’ que Asad se esforzó por construir en los discursos. Esto se elabora intencionadamente para contrastar con lo que Asad calificó de interpretación ‘extrema’ del islam por parte de los manifestantes. Esta serie de publicaciones atribuyó además la crisis nacional en Siria a los conflictos en los puntos de vista religiosos —o más concretamente, a que algunas personas tienen los puntos de vista religiosos ‘equivocados’— e indicó que la paz sólo llegará cuando la oposición política adopte la verdadera fe, lo que equivale a una fe incuestionable en el régimen.
El régimen también utilizó a las mujeres para ‘baazificar’ y ‘asadizar’ la religión con la pretensión de ‘modernizarla’. Las mujeres fueron nombradas para ocupar cargos en el Ministerio de Dotaciones Religiosas y en otra institución de reciente creación, el Majlis Al Ilmi, o Consejo de Eruditos de la Jurisprudencia.
La inclusión oficial de las mujeres en el ámbito religioso se alinea con la lucha de Asad por la supervivencia política; está dispuesto a ampliar la autoridad de las instituciones religiosas por su propia conveniencia política.
Para garantizar la lealtad de estas predicadoras, Assad puso en marcha Al Dawah Al Nisa’iyyah (Departamento de Predicación de las Mujeres) en 2015. Describió la iniciativa como un acto largamente esperado de empoderamiento femenino en la esfera religiosa. En un tono aparentemente ‘feminista’, Asad alude a cómo la dawah (predicación) estuvo dominada durante mucho tiempo por los eruditos masculinos y critica cómo los términos utilizados para describir los dos géneros son discriminatorios. Asad subraya que las mujeres que trabajan en la dawah son llamadas simplemente predicadoras, en lugar del término árabe más prestigioso ‘alimat’, que denota un conocimiento especializado de la teología.
Sin embargo, el verdadero objetivo de estos cambios no es potenciar a las predicadoras, sino cooptarlas.
Las predicadoras existen desde hace mucho tiempo en Siria, pero anteriormente el régimen del Baaz mantenía una actitud de confrontación hacia ellas, obligándolas a permanecer en la clandestinidad. Sin embargo, a partir de 2006, el Estado trató de regularlas, colocando sus lecciones en mezquitas supervisadas por el Estado, y ese mismo año permitió a Al Qubaisiat, entonces un movimiento islámico clandestino dirigido por mujeres, impartir sus lecciones en las mezquitas tras 40 años de operar en estricto secreto. Sin embargo, la larga historia de oposición oficial a las predicadoras significa que su actual acogida en las instituciones del Estado es precaria, y las predicadoras lo saben. Sólo mediante la lealtad a Asad pueden estar seguras de que no se verán obligadas a volver a la clandestinidad.
La oposición siria tardó en responder a esta transformación de la religión y el Estado.
Incluso después de siete años de guerra y un marcado cambio en la retórica de Asad sobre la religión, no fue hasta 2018 que los líderes sunitas afiliados a la oposición establecieron una autoridad religiosa paralela en el exilio, el Consejo Islámico Sirio, que opera desde Estambul.
Al igual que su homólogo sancionado por el Estado dentro del régimen, este consejo también se ocupa de reivindicar el manto del islam ‘moderado’ y el rechazo de la ideología fundamentalista o salafí. Su objetivo manifiesto es contradecir la afirmación de Asad de que el régimen sirio es el abanderado de esos puntos de vista y rebatir el intento del régimen de vincular a la oposición política con el terrorismo religioso.
La tensión entre este nuevo consejo y el ministerio religioso del Estado sirio demuestra hasta qué punto el conflicto sirio se convertió en una lucha ideológica sobre quién tiene derecho a representar el islam y su identidad. Se trata, en parte, de un intento de recrear un sentido de identidad comunitaria que se perdió con la guerra.
Puede que el baazismo haya impuesto un laicismo opresivo —que beneficiaba principalmente al régimen—, pero al menos ofrecía una sensación de identidad segura. La guerra se lo quitó.
La respuesta, tanto en las recientes acciones del régimen para cooptar la religión como en la respuesta de la oposición para centrarse cada vez más en la identidad sunita como modo de resistencia, puede verse como un ejemplo de lo que la profesora de ciencias políticas Jennifer Mitzen identificó como una necesidad de “seguridad de la identidad”. A falta de seguridad nacional física, la gente busca tranquilidad psicológica averiguando dónde están los límites de su identidad.
Pero en realidad, por muy tentadoras que sean, estas identidades sectarias son un callejón sin salida para construir —y reconstruir— un país. En su lugar, los sirios deben buscar un sentido pluralista e inclusivo de sí mismos, donde la pertenencia no esté determinada por clasificaciones estrechas como la secta. Si la oposición siria quiere derrotar el intento de Asad de cooptar la identidad religiosa, no puede luchar contra él en el mismo campo de batalla. Intentar frenar los intentos de Asad de ‘baazificar’ el islam sunita es un enfoque equivocado; lo que se necesita es una forma de desbaazificar toda la identidad nacional siria y un proceso de reconciliación inclusivo que no excluya a ninguna etnia ni enfrente a ninguna secta. Por lo tanto, los sirios deben encontrar otros significados y enfoques para hacer la transición a la democracia, entendiendo que el fin del autoritarismo podría no lograrse con el derrocamiento de Asad. Más bien, el éxito de la reconstrucción y la reconciliación política debe comenzar con los sirios mirando hacia dentro y encontrando formas de establecer una nueva forma de estructura política y de ciudadanía activa, que no dependa de una narrativa sectaria como refugio.
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Rahaf Aldoughli es profesora asistente en la Universidad de Lancaster y publicó extensamente sobre sectarismo, nacionalismo y legados autoritarios.
N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines el 27 de junio de 2022.