Por Mustafa Akyol para New Lines Magazine
La semana pasada, Karachi, la ciudad más grande de Pakistán, vio multitudes de hombres enojados quemando vallas publicitarias de Samsung. Como informó la prensa local, estaban furiosos con el gigante tecnológico de Corea del Sur porque uno de sus empleados había puesto un “nombre blasfemo” para un dispositivo wifi en un centro comercial.
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Otros informes señalaron que la blasfemia percibida —que comúnmente se entiende como un supuesto insulto al islam, a Dios, al Corán y especialmente al profeta Muhammad— estaba contenido en el código QR del dispositivo. Pronto, la policía arrestó a unos 27 empleados de Samsung, y la empresa se disculpó y agregó que había “iniciado investigaciones internas sobre el asunto”.
Es posible que muchos de los que leyeron esta noticia fuera de Pakistán voltearan los ojos. Sin embargo, este último estallido en la república islámica por la blasfemia resultó ser un caso leve en comparación con incidentes más sangrientos en el pasado reciente. En marzo de este año, Safoora Bibi, maestra en una escuela islámica para niñas, fue asesinada por un colega y dos estudiantes que le cortaron la garganta porque creían que había cometido una blasfemia contra el Profeta. En febrero, Mustaq Ahmed, que sufría problemas de salud mental, fue lapidado hasta la muerte por unos 300 aldeanos que creían que había profanado el Corán. Y en diciembre del año pasado, Priyantha Kumara, gerente de una fábrica de Sri Lanka, simplemente bajó unos carteles que no entendía —y que resultó tener versos del Corán— y fue torturado y luego incendiado por cientos, algunos de los cuales se tomaron selfies alegres con su cadáver en llamas.
La triste verdad es que la obsesión por la blasfemia en Pakistán arruina una vida inocente casi todos los meses, ya sea por la draconiana ley contra la blasfemia que decreta la pena de muerte para cualquiera “que profana el Corán o al profeta Muhammad” o por turbas de vigilantes que toman la ley en sus propias manos, a menudo con cargos falsos. Como informó recientemente Akmal Bhatti, abogado de derechos humanos, desde 1987— después de una década en la que la ley sobre la blasfemia, que existió durante mucho tiempo y fue promulgada durante el gobierno colonial británico, fue ‘islamizada’ y especificada bajo el régimen militar del General Muhammad Zia Ul Haq— más de 1865 personas fueron acusadas de blasfemia, la mayoría de ellas encarceladas durante años. Mientras tanto, más de 130 personas fueron asesinadas por turbas y actores no estatales, las víctimas a menudo pertenecen a minorías, cristianos, ahmadíes y chiitas para quienes ‘la tierra de los puros’ se convirtió en una tierra de miedo.
Una de las víctimas más famosas de esta doble persecución —tanto por las autoridades como por los militantes parapoliciales— fue Asia Bibi, una madre cristiana de cuatro hijos que fue acusada de blasfemia y condenada a muerte en noviembre de 2010 tras una disputa menor con compañeros de trabajo en una granja porque bebió un poco de agua antes que sus compañeros musulmanes, y así “la ensució”. Pasó ocho años en el corredor de la muerte en régimen de aislamiento hasta su absolución por falta de pruebas. Luego tuvo que huir a Canadá en mayo de 2019 para escapar de los islamistas militantes que todavía querían verla muerta. Mientras tanto, Salman Taseer, el difunto gobernador de Punyab, quien simplemente pidió “misericordia” para Asia Bibi en 2011, fue asesinado por su propio guardaespaldas, Mumtaz Qadri. El guardaespaldas fue ejecutado por asesinato en 2016 pero murió como un héroe entre los militantes. Más de 100 000 personas asistieron a su funeral, e incluso se levantó una mezquita en su nombre. Shahbaz Bhatti, cristiano y Ministro Federal de Asuntos de las Minorías, también fue asesinado por su postura contra las leyes contra la blasfemia y en apoyo de Bibi.
No hace falta decir que todas estas tragedias deberían preocupar a cualquier persona que se preocupe por vidas inocentes. Más específicamente, debería preocupar a cualquier musulmán sensato porque toda la violencia y la persecución se llevan a cabo en nombre del islam. El partido político que encabeza el fanatismo, Tehreek E Labbaik Pakistán, una rama del movimiento sunita sufí barelvi, incluso afirma representar “ishq al rasul” (el amor por el profeta Muhammad). Es un caso aleccionador para aquellos que pueden percibir el sufismo como siempre sinónimo de ‘moderación’.
Sin duda, aunque Pakistán promociona algunas de las criminalizaciones más severas de la blasfemia, este es un problema global que conduce a violaciones de los derechos humanos en muchas naciones. Como se señaló en un informe de 2020 de la Comisión de Libertad Religiosa Internacional de Estados Unidos (CLRIEU), la blasfemia está penalizada en unos 84 países, que incluyen Brasil, España e Italia. Sin embargo, a menudo los castigos son leves: en Brasil, la pena es prisión de un mes a un año o multa; en España e Italia, es una mera multa.
En el mundo no musulmán, dos países se destacan como los peores perseguidores en nombre de criminalizar la blasfemia. En primer lugar, Rusia, un régimen descaradamente autoritario, y la India, una ‘democracia’ cada vez más antiliberal y mayoritaria, donde un supremacismo hindú desenfrenado ataca despiadadamente a las minorías religiosas, especialmente a los musulmanes.
Sin embargo, el mismo informe de la CLRIEU también deja en claro que la mayor parte del problema con las leyes contra la blasfemia existe en el mundo de mayoría musulmana. Además de Pakistán, Rusia e India, los 10 principales países que criminalizan la blasfemia incluyen a Irán, Arabia Saudí, Egipto, Indonesia, Yemen, Bangladesh y Kuwait. Asimismo, la mayor parte de la “actividad de la mafia” relacionada con la blasfemia también tiene lugar en naciones o regiones de mayoría musulmana: Pakistán, Bangladesh, Egipto y Nigeria. En mayo, Deborah Yakubu, una estudiante universitaria cristiana en Nigeria, fue linchada por compañeros de clase musulmanes que creían que había profanado al profeta Muhammad en un mensaje de WhatsApp.
Entonces, creo que todos estos hechos requieren una discusión honesta sobre los veredictos islámicos y las actitudes sobre la blasfemia. Y esto no debería tratarse sólo de oponerse a las turbas de justicieros por ‘tomar la ley en sus propias manos’, como suelen hacer los políticos o clérigos de la corriente principal en Pakistán o en el mundo suní en general. También debería tratar de cuestionar si las leyes sobre la blasfemia en sí mismas están justificadas.
Los defensores de las leyes contra la blasfemia señalarán la jurisprudencia islámica tradicional que, según dicen, justifica estos duros castigos. De hecho, su argumento no es infundado, a pesar de los gritos de los apologistas que afirman lo contrario. Pero a menudo se pierde en esta conversación la complejidad de la tradición legal en el islam, que como cualquier otra tradición legal, ofrece más matices de los que los tribunales islámicos de la actualidad están dispuestos a admitir.
Para empezar, en particular la blasfemia ‘sabb al Rasul’, o insultar al profeta Muhammad, fue considerado un crimen capital en las cuatro principales escuelas de jurisprudencia sunitas, Hanafi, Shafi, Maliki y Hanbali, así como en la escuela Jafari de tradición chiita. Por ejemplo, sólo discrepaban sobre si alguien que insultó al Profeta podría ser perdonado si se arrepintiera, algo que los hanbalíes, rechazan rotundamente, dado que piden la ejecución pase lo que pase. Esta postura legal rígida y despiadada fue defendida más tarde, enfáticamente, por el influyente erudito Ibn Taymiyya —fallecido en 1328—, cuyo tratado “La espada desenvainada contra el que insulta al mensajero” resultó en algo definitivo para muchos sunitas incluso más allá de su propia escuela. Los tribunales paquistaníes que dictan las duras sentencias para castigar la blasfemia en realidad difieren de Ibn Taymiyya en su jurisprudencia y citan su trabajo en sus decisiones legales.
Sin embargo, también existe una opinión minoritaria en el islam clásico que es particularmente importante para Pakistán. Esta apareció en la escuela Hanafi temprana, que es la misma tradición que la mayoría de los pakistaníes —incluidos los barelvis y los deobandis— afirman seguir, pero los tribunales del país a menudo la ignoran.
Según este punto de vista, un musulmán que blasfeme será ejecutado, pero sólo porque tal blasfemia equivale a apostasía. La criminalización de la apostasía es otro problema candente que requiere una discusión por separado. Sin embargo, la misma regla no se aplica a los no musulmanes que, en virtud de ser no musulmanes, no pueden cometer apostasía y, por lo tanto, estarán protegidos de las leyes sobre blasfemia, una postura que podría haber salvado casi todos los casos de alto perfil que se han desarrollado en Pakistán a lo largo de los años.
El mismísimo fundador de la escuela, el gran imam Abu Hanifa —fallecido en 767—, dejó claro este punto cuando dijo que los ‘dhimmis’, o judíos, cristianos y otros no musulmanes ‘protegidos’ que viven bajo el dominio islámico, no deberían ser ejecutados por blasfemia, “porque su incredulidad [general] es peor”, pero no son objeto de esto. Al Sarakhsi, un erudito hanafí posterior, fallecido en 1090, lo explica aún mejor: “el verdadero kufr [no creyente], que es el pecado más grande, es entre el hombre y su Dios. De ahí que el castigo por este pecado se pospone hasta el Día del Juicio”. El Estado aún podría imponer un castigo discrecional conocido como ‘tazir’ para garantizar la ley y el orden, y no tiene por qué ser la pena de muerte.
Esta primera visión entre los juristas hanafíes —que luego se extinguió, conforme a la opinión general— es importante, no sólo por lo que es, sino también por lo que indica. En realidad, no existe una base clara para leyes sobre la blasfemia en las dos fuentes fundamentales de la ley islámica, el Corán y la Suna —testimonios de la vida del Profeta—. Y esta es la parte que los tribunales islámicos de hoy ignoran con demasiada frecuencia.
Esto queda claro con el Corán, que en todos sus 6236 versos no tiene un solo mandamiento para castigar a los blasfemos, o apóstatas tampoco, para el caso. Además, en dos versos paralelos —uno revelado en La Meca (6:68), el otro en Medina (4:140)— el Corán en realidad les dice a los musulmanes que hagan algo dócil frente a la blasfemia. El último versículo dice claramente:
“Si escuchan a personas que niegan y ridiculizan la revelación de Dios, no se sienten con ellos a menos que empiecen a hablar de otras cosas, o de lo contrario ustedes mismos llegarán a ser como ellos”.
Simplemente “no te sientes con ellos”, esa es la respuesta coránica literal a la blasfemia. No es matar o encarcelar. Ni siquiera es censurar.
En contraste con la claridad del Corán, los relatos históricos sobre el Profeta son ciertamente más complicados. Los libros autorizados tanto de hadices —dichos y hechos del Profeta— como de sira —biografías del Profeta— contienen historias sobre la ejecución de varios ‘poetas’ entre los politeístas de La Meca o las tribus judías de Medina, con quienes la comunidad musulmana inicial se enfrentó a espadas. Estos informes complican los argumentos legales sobre la blasfemia y sus castigos por el precedente que sientan. De hecho, estos informes formaron la misma justificación que los juristas medievales usaron para la ejecución de los blasfemos.
Aún así, como argumenté en Reopening Muslims Minds (“Reabriendo la mente de los musulmanes”), un examen detallado de estas historias sugiere que los poetas en cuestión fueron atacados no sólo por insultar al Profeta sino por incitar a la violencia hacia una guerra total contra la naciente comunidad musulmana, que tuvo que luchar por su supervivencia en el duro mundo de la Arabia de principios del siglo VII. Por otro lado, existen relatos históricos que muestran que el Profeta mismo no persiguió a quienes lo insultaron, eligiendo en cambio calmar los nervios de sus agitados compañeros. “Sé amable y tranquilo”, dijo en un incidente, “ya que a Alá le gusta la amabilidad en todos los asuntos”.
Entonces, ¿por qué no podemos tomar esta amabilidad como el principio rector del Profeta?
Bueno, el acérrimo clérigo Ibn Taymiyya tenía una respuesta a esa pregunta, que fue citada con aprobación por el Tribunal Superior de Islamabad en una decisión de 2015, usando una palabra poco esgrimida que significa aquellos que muestran desprecio por otro:
“El Santo Profeta […] había perdonado a algunos de sus detractores, pero los juristas están de acuerdo en que el Profeta mismo tenía derecho a perdonar a sus detractores, pero la umma no tiene derecho a perdonar a sus detractores”.
En otras palabras, mientras que la umma, la comunidad musulmana mundial, debe emular al Profeta en todos los asuntos — como dirían típicamente las autoridades suníes —, esta emulación no debe incluir su perdón.
Este enfoque selectivo del ejemplo profético es sólo una manifestación de cierto impulso que dio forma a los siglos formativos del islam, que también ‘abrogó’ los versos tolerantes y pacíficos del Corán en favor de los que son beligerantes. Fue un impulso que unió la fe con un proyecto político de expansión imperialista y supremacismo legal, en línea con las normas religioso-políticas de la época, también representada por los Imperios bizantino y sasánida.
Abdullah Saeed, profesor de estudios islámicos en la Universidad de Melbourne, también presentó este argumento en un artículo fundamental de un importante libro, Freedom of Expression in Islam: Challenging Apostasy and Blasphemy Laws de 2021 (“Libertad de expresión en el islam: Desafiando las leyes de apostasía y blasfemia”). “La necesidad de desarrollar leyes detalladas contra la blasfemia”, detalló Saeed, “comenzó con la consolidación del poder político, con los omeyas y los primeros abasíes a la cabeza, y un fuerte y creciente sentido de la superioridad de la nueva religión sobre otras religiones”. Sin embargo, Saeed agrega que “los musulmanes contemporáneos deberían tener la libertad de repensar el concepto de blasfemia” ya que realmente “no hay una base textual sólida para la pena de muerte por blasfemia ni en el Corán ni en las tradiciones del Profeta”.
Algunos valientes académicos en Pakistán también presentaron públicamente el mismo caso, pero solo para arriesgar sus vidas. Uno de ellos es Javed Ahmad Ghamidi, quien creó una tormenta en 2011 cuando dijo a los medios: “Las leyes contra la blasfemia no tienen justificación en el islam […] y estos ulemas [consejo de clérigos] solo están mintiendo a la gente”. Pronto, después de un complot fallido para bombardear su casa, tuvo que irse de Pakistán, primero a Malasia y finalmente a Estados Unidos.
El drama de Ghamidi indica el dilema que en la actualidad sigue enfrentando Pakistán: para superar el fanatismo religioso que provoca tanta injusticia, se necesitan ideas frescas sobre las leyes religiosas. Pero ese mismo fanatismo no permite esas ideas en primer lugar.
Como es el caso en el derecho civil o común, la ley religiosa también puede abordarse con complejidad y matices, lo que lleva a diferentes decisiones que surgen del dominio y la influencia del tribunal.
Por lo tanto, los eruditos islámicos en sociedades más libres deberían ayudar a Pakistán —y a otros países de mayoría musulmana con libertad limitada— acercándose a sus movimientos islámicos, ejerciendo tanto la buena voluntad fraterna como una tierna mano dura. Necesitan compartir su mensaje que es crucial para el futuro no solo de Pakistán sino también del propio islam:
Matar o atormentar a personas inocentes en nombre del Profeta del islam no protege su ‘honor’. Dado que siempre termina sólo por difamar al islam. Y si existe una parte del ejemplo del Profeta que es universalmente válida, es que ejerció la mansedumbre y el perdón hacia aquellos que lo insultaron.
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Mustafa Akyol es investigador senior sobre el islam y la modernidad en el Instituto Cato y autor de Reopening Muslim Minds: A Return to Reason, Freedom, and Tolerance. (Reapertura de las mentes musulmanas: un retorno a la razón, la libertad y la tolerancia) (St. Martin’s Press, 2021)
N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 8 de julio de 2022.