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El Interprete Digital

Volver a Abu Alaa al Maari en nuestro año de peste

Por Nur Turkmani para Syria Untold

Fragmento traducido al inglés de un escrito de Ibn al Wardi del siglo XIV sobre la Peste Negra. [Aportado por Syria Untold]

“La peste comenzó en la tierra de la oscuridad. China no se preservó de ella. La peste infectó a los indios de la India, Sind, los persas y Crimea. La peste destruyó a la humanidad en El Cairo. Aquietó todo movimiento en Alejandría. Después la plaga se volvió hacia el Alto Egipto. Atacó Gaza y atrapó a Sidón y Beirut. Luego, dirigió sus flechas de tiro hacia Damasco. Allí, la peste se sentó como un león en un trono y se meció con poder, matando a mil o más personas diariamente y destruyendo a la población.”

Así escribió Ibn al Wardi en el siglo XIV, antes de morir él mismo de la peste. Wardi, un historiador de lo que hoy es el norte de Siria, estaba vivo en un momento terriblemente desafortunado, cuando la Peste Negra azotaba el mundo como un monzón.

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A diferencia de Europa, hay una falta de datos sobre cuántas personas en Medio Oriente murieron a causa de la pandemia. Historiadores como Michael Dols sugirieron que el número de muertos en ciudades como El Cairo, Damasco y Alepo fue desastroso.

“Oh Dios, está actuando por Tu orden. Quita esto de nosotros. Sucede donde Tu lo deseas; aleja la peste de nosotros”, continuó Wardi en su reporte 1348 sobre la pestilencia. Wardi escribió sus últimas palabras en Alepo, no muy lejos de su ciudad natal de Maaret al Numan.

Durante los primeros años de la revolución siria, los manifestantes del noroeste de Siria acudían en masa a Maaret al Numan para las manifestaciones de los viernes. Pero después de años de bombardeo del régimen, la ciudad cayó bajo un renovado control gubernamental a principios de 2020. Los videos recientes que vi de la ciudad la muestran como un paisaje ruinoso, atormentado por sus grafitis revolucionarios que ahora se desvanecen. Los edificios derrumbados se desparraman en ella como semillas.

Pero, quizás, más que nada, el nombre de Maaret al Numan descansa sobre los hombros de Abu Alaa al Maari: el filósofo y poeta ciego, antinatalista, vegano, agnóstico del siglo XI, nacido y enterrado en nuestra asediada ciudad y, por supuesto, nombrado en su honor. Escribiendo tres siglos antes que Ibn Wardi, Maari, supongo, habría maldecido a sus descendientes por sus súplicas agonizantes. ¿Por qué, se preguntaría en voz alta, encogiéndose de hombros con su enorme figura, la gente de mi ciudad todavía cree que es Dios, y solo Dios, quien puede aliviarlos de este dolor? Quizás podría haber escrito un tratado titulado: Dios no tiene nada que ver con tu plaga, por favor deja de rezar y aislarte.

La razón crítica e inflexible era, para él, más poderosa que la revelación divina. “Hay dos tipos de personas en la Tierra. Los que tienen razón sin religión / Y los que tienen religión, pero carecen de razón”, escribió. Tené en cuenta: esto no se escribió en un monasterio aislado, donde Maari pudo haber sido libre de criticar la religión organizada, sino en medio de un califato —el abasí, para ser precisos.

Mi tío lleva el Luzumiyat de Maari como un talismán. Cuando vivió con mi familia en Trípoli por un tiempo, el libro era una presencia tan vigorosa como nuestros muebles. Aunque yo era el tipo de niña que probablemente tomaría cualquier libro frente a ella, siempre me mantuve alejada de la literatura árabe, incluso cuando estaba traducida, tal vez por miedo e inseguridad, o por mero desinterés.

Pero en los últimos dos años, especialmente porque mi habilidad para leer árabe se volvió algo más aceptable, me encuentro recurriendo a la literatura árabe como una vecina tímida que descubre a los habitantes de la casa de al lado por primera vez. Aunque solo logré leer la traducción de Maari, su trabajo me maravilla. ¿Por qué, en el siglo XI, ya nos decía: “No deseéis como alimento la carne de los animales sacrificados / O la leche blanca de las madres que pretendían su pura calada / para sus crías”? Quiero saber por qué eligió nunca casarse, por qué su epitafio decía: “Este fue un mal que mi padre me impuso / Pero no uno que yo le haya impuesto a nadie”.

En un ensayo reciente titulado Why Read the Classics? (¿Por qué leer los clásicos?), el escritor marroquí Abdel Fattah Kilito comienza con la pregunta: “¿Cuál es el punto de leer a los antiguos? No son de nuestro mundo. Están plácidamente dormidos y no quieren que los despertemos. Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Kilito continúa contándonos de su primera interacción con la literatura árabe en la escuela primaria, donde era obligatorio memorizar los versos de Maari. Kilito y sus compañeros tuvieron que tragar y escupir el verso:

La faz de la tierra me parece a mí

nada más que cuerpos de los muertos

así que pisa con cuidado—

Sería una villanía, a pesar del paso del tiempo,

Humillar a nuestros padres y abuelos

Pero Kilito, décadas después, se basa en este verso para torcer el punto inicial de Maari, argumentando que: “debemos cuidar a los que vinieron antes que nosotros, a nuestros ancestros… El mayor acto de respeto es no olvidarlos, seguir hablando con ellos”. Esto, prosigue, es a través de continuar amasando las palabras y los mundos de nuestros antepasados, y estimándolos —a pesar del hecho de que nuestros antepasados no puedan entender o incluso seguir lo que le hicimos a su idioma.

Hace varios años, mientras leía el libro  Poetry and Politics in the Modern World (Poesía y política en el mundo moderno) de Atef Alshaer, comencé un proyecto personal. Después de cada capítulo que terminaba, le escribía una carta a un poeta árabe muerto. Estaba siguiendo las revoluciones árabes en ese momento, y tenía una profunda urgencia de decir algo o recibir algo de estos poetas muertos también. ‘Aquí’, quería decirles, ‘sean testigos de lo que está siendo de nuestro mundo, aquí, díganme, ¿qué hago con este miedo y esta esperanza?’.

Cualquiera que intente crear alguna forma de arte, supongo, está plagado de vez en cuando con cinismo y pesimismo. Especialmente durante los períodos de colapso. ¿Por qué hacer algo?, nos preguntamos, ¿cuál es el punto?

Tal vez quiera extender el argumento de Kilito un poco más. Porque a medida que la situación política en muchos países árabes empeoraba progresivamente, al menos desde donde estaba sentada, mi paso por la poesía y la literatura se volvió más frenético. Para mí, existía la sensación de que quizás nuestros antepasados tenían algo para decirnos sobre la mejor manera de sobrevivir a la tragedia, habiendo sobrevivido a las plagas y la hambruna y las guerras cíclicas y las olas del exilio mismas; que, de hecho, ellos eran los que podían cuidarnos si solo encontráramos la manera de hablar con ellos.

La psicóloga y novelista Hala Alyan escribió en abril de 2020 que la cuarentena la hizo querer hablar con quienes la precedieron, quienes vivieron la pandemia de gripe española; sus bisabuelos y las generaciones que pasaron por el genocidio y la inmigración. “En ningún lugar existe nuestra historia de manera más vibrante que en aquellos que la vivieron. Quiero alinear a mis antepasados. Quiero saber cómo sobrevivieron”, escribió Alyan.

Francamente, no estoy muy segura de cómo se sentiría Maari si cualquiera de nosotros volcáramos este papel ancestral en él. Aunque a una edad más joven, Maari cantó sobre su brillantez —“Me conocen bien / ¿Cómo podrían ocultar un sol resplandeciente?”— cuanto mayor era, más quería que sus seguidores dejaran de leer sus palabras como profecía. “Admito mi ignorancia”, decía décadas después de haberse comparado a sí mismo con un sol brillante. “¿Quién me rescatará de vivir en una ciudad donde se habla de mí con alabanza inadecuada?”, se lamentaba.

La idea de que pudiera existir algún tipo de monopolio de la verdad lo perturbaba. En efecto, hasta el día de hoy, no hay una sola forma de leer o citar a Maari. Hay quienes argumentan que él era, de hecho, un creyente. Otros afirmaron con la misma certeza que era ateo. El historiador Reynold Nicholson aconsejó a los lectores hace casi un siglo que se tomaran el elogio intermitente de Maari a la religión con un grano de sal, argumentando que era la forma del filósofo de desviar a las autoridades religiosas de su camino.

Cuanto más reviso los escritos de Maari, más me doy cuenta de lo contradictorio que era él. Si bien ese es el caso de todos los escritores prolíficos, y de todos los seres que respiran para el caso, sus contradicciones son esclarecedoras. Es difícil comprender verdaderamente el valor y el peso del trabajo de Maari desde este punto de vista —espacial y contextualmente, pero también dado el hecho de que tantas de sus lecciones se desintegraron— pero él parece, para mí, alguien que observa todo aguda y disgustadamente, pero también con un deseo infantil de menospreciar los detalles.

Leí en alguna parte que el último color que Maari recordaba haber visto de niño era el rojo. Entre los cuatro y los cinco años, fue afectado por la viruela. La enfermedad hizo que su vista empeorara y, eventualmente, aunque se desconoce exactamente cuándo, perdió lo que quedaba de su visión. Más tarde escribiría que era un doble prisionero, tanto de su ceguera como del aislamiento del que se complacía.

No sabrías de su ceguera si miras a través de imágenes de la estatua de bronce de Maari, esculpida en la década de 1940 por el joven artista sirio Fathi Mohammad. La estatua una vez permaneció grave, y significativamente sobredimensionada, en medio de Maarat al Numan, representando a un hombre con turbante con una barba bastante ostentosa. A principios de 2013, militantes de al Nusra lo decapitaron. Aquí estaba un poeta que, hace más de mil años, en medio del califato abasí, cuestionaba y criticaba activamente la noción de la verdad divina y nunca fue perseguido; y aquí estamos, mil años después, atestiguando la decapitación de su estatua por parte de siempre frágiles islamistas.

Hace un par de meses leí por primera vez la novela Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. No fue una lectura fácil —escrita en bloques y oraciones interminables y con mala gramática, personajes sin nombre y párrafos que duran una página entera. Pero hizo algo por lo que estoy agradecida. Me suplicó que me sentara y reflexionara respecto de lo que nos dice una pandemia sobre esa cosa esquiva, redundante y cliché: la naturaleza humana. Me pidió que dejara espacio para el absurdo que nos arrojó este año pasado, y que reconozca que se puede perder toda la familiaridad y la estructura y que quizás la única opción sea caminar a través de territorio extranjero sin gracia, un paso a la vez.

Ensayo sobre la ceguera trata sobre una ciudad que es víctima de una enfermedad insondable y contagiosa que hace que las personas pierdan la vista. La ceguera es incontrolable: se extiende como una avalancha de polvo, secuestrando los ojos de las personas hasta hacer a todos víctimas. Y el gobierno de la ciudad anónima arroja despiadadamente a los ciegos a un antiguo hospital psiquiátrico en desuso para ponerlos en cuarentena, siendo el ejército la principal institución responsable de proporcionar (o no proporcionar) a los ciegos alimentos y kits de higiene. Mientras tanto, nuestros personajes principales se reducen a su necesidad básica más intrínseca: mantenerse con vida cuando de repente ya no pueden ver. Otro grupo de internos, que ocupa el asilo a medida que la pandemia empeora, recurre a la guerra de pandillas, acumulando comida y reteniendo a otros para pedir rescate. Pero para una habitación específica de reclusos ciegos, los primeros en quedarse ciegos, y a los que seguimos a lo largo de la novela, hay una gracia salvadora: una mujer, identificada como ‘la mujer del médico’, no se vuelve ciega y es capaz de ayudar a los demás.

La ceguera es espantosa. Hay apartados en los que, como lector, te ves obligado a imaginarte la mierda amontonándose, el hedor de los internos, la insoportable dificultad y torpeza con la que se mueven, la pura atrocidad de los soldados dispuestos a disparar a los ciegos, los rancios e insípidos suministros de comida, los desagradables olores, los interminables gritos de dolor en la noche, el descenso al infierno. También es un comentario relevante sobre el militarismo despiadado y la burocracia, y su total inutilidad en un mundo de enfermedades. ¿Qué significa, el libro quiere que nos preguntemos, vivir en un lugar donde las reglas ya no se aplican? ¿Qué significa saber que las reglas cambiarán constantemente?

Y, sin embargo, nuestros personajes avanzan. La mujer del médico les lee cuentos a los ciegos. “Esto es lo único para lo que somos buenos, escuchar a alguien que nos lee la historia de una humanidad que existió antes que nosotros”, piensa. Y cuando los internos escapan del manicomio, dos personajes entran en su antiguo apartamento, donde encuentran a un escritor ciego. El escritor, aunque ya no puede ver lo que hace, continúa escribiendo. Crea nuevas narrativas para sobrevivir. Y luego, el arco final del libro:

“La mujer del médico se levantó y se acercó a la ventana, miró hacia abajo a la calle llena de desperdicios, a la gente que gritaba y cantaba. Luego levantó la cabeza hacia el cielo y vio todo blanco, es mi turno, pensó. El miedo la hizo bajar rápidamente los ojos. La ciudad todavía estaba allí”.

Mientras escribía este artículo, busqué el poema que le escribí a Maari durante mi fase de redacción de cartas para poetas muertos. Escrito hace tres años, concluye: “Quizás no te importaría, pero en tu ciudad natal te cortaron la cabeza. Tu tumba crece sola y fría. Yo estoy tratando de aprender sobre el destino y la fe, y si hay una diferencia en el medio o siempre está en algún lugar, ahí, en el medio”.

Otro momento franco: escribí este poema sin saber o comprender realmente quién era Maari, simplemente sabiendo que era uno de los grandes y que mi tío, cuya devoción por la filosofía árabe envidiaba hace mucho tiempo, lo amaba. Creo que todavía no lo entiendo, por supuesto. Pero lo que estoy aprendiendo es que este era un hombre al que se le podían colocar muchas etiquetas, la más fácil de las cuales es que carecía de fe tanto en la religión como en el destino. Este era un hombre que repetía: “Mi vida está llena de dolor y mi muerte es consuelo, y todos los seres humanos somos esclavos y cautivos en la tierra”. Al mismo tiempo, este era el mismo hombre que continuó hablando, dando lecciones y discutiendo hasta principios de sus 80. Me pregunto: ¿por qué hacer eso si la muerte es el único consuelo, por qué hacer eso si somos meramente cautivos? El pesimismo de Maari, entonces, está envuelto en la esperanza de lo que el lenguaje puede hacer de nosotros, hacia dónde puede llevarnos. Tal vez incluso en la fe —de que a pesar de la muerte, hay mucho que aprender a lo largo de este despiadado paseo.

Mirá su diálogo con los muertos. La Epístola del Perdón de Maari (Risalat al Ghufran), que está repleta de humor e ingenio, narra el viaje de un hombre —Ibn al Qarih— al cielo, el infierno y lo que está en el medio. Antes de la ascensión de Qarih, sin embargo, hay un pensamiento que invade su mente: “Por favor, Dios, ayúdame a memorizar poemas en el más allá. Al llegar a la otra vida, Qarih organiza un banquete y llama a diferentes poetas y gramáticos (que incluyen nada menos que Imru Qays y Antara, e incluso nuestro mayor tatarabuelo Adam) para discutir sus obras y sintaxis y versos específicos, y la noción de lenguaje y poesía en general. Esta es la versión del paraíso de Qarih (o, más bien, de Maari): un paraíso de debates y discusiones eruditas, un paraíso donde el lenguaje es el corazón de la santidad.

La Divina Comedia de Dante, escrita más de 200 años después de la muerte de Maari, es en el mejor de los casos una emulación de La Epístola del Perdón. Ambos abordan la noción de ascender a la otra vida. Pero la diferencia entre sus visiones del infierno es que el de Maari no es simplemente un lugar para pecadores, sino uno lleno de gente interesante: musulmanes y cristianos, ricos y empobrecidos, honestos y raros, poetas y científicos.

Las realidades apocalípticas ponen a la naturaleza humana en primer plano. Al presenciarlos, podemos dar un vistazo a los elementos básicos de lo que significa ser humano —ser temeroso, leal, celoso, cobarde, violento, egoísta y estar decepcionado— todo a la vez.

Entonces sí. Sigo pensando que Maari se habría frustrado con la oración de Ibn al Wardi a Dios en medio de una peste, y habría prescrito su propio tipo de tratado. Quizás hubiera traído a sus seguidores y los hubiera sentado alrededor de sus pies para decirles que un dios que castiga a su pueblo enviando una peste no es un buen dios. Pero eso no significa que él tampoco hubiera rezado de una forma u otra. ¿No es la literatura, su puesta en práctica misma, la forma más grandiosa de oración?

En su introducción al Luzumiyyat, Ameen Rihani escribe que Maari era, “sobre todo, un poeta; en tanto cuando estuvo ante el misterio eterno de la Vida y la Muerte, envainó su espada y murmuró una oración”. Y es cierto, describir a Maari simplemente como un pesimista racional es una vergüenza. Creía profundamente en la justicia y se esforzó por presenciar la muerte y la carnicería de nuestras vidas, mientras defendía el pacifismo.

Tanto antes como después del Informe de Ibn al Wardi sobre la Pestilencia, hubo peste. Y después del Ensayo sobre la ceguera de Saramago vino su secuela, Ensayo sobre la lucidez. ¿Quién escribe sobre la pandemia de COVID-19 ahora, y la última década en Siria, y este extraño siglo, y que tendrán para decir? ¿Dónde están las palabras entremedio del sufrimiento y hacen al sufrimiento mejor o significativo? En su poema Tiempo y espacio, Maari escribe:

Y cuando preguntamos qué fin                                                                                          

Nuestro 

nuestro creador sí intentó                                                                                                    

Alguna

voz de respuesta se escucha                                                                                                  

Que

no pronuncia ninguna palabra sencilla.

Maari profesó lo que tantos de los que vinieron antes y después de él expresaron también: que tal vez no haya un significado de la vida, que si lo hubiera, es increíblemente difícil de encontrar. Pero al mismo tiempo, cuando y si podemos, debemos bailar hacia él a través de las palabras, o el movimiento, o la entrega. Qué pavorosa y potente responsabilidad.

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Nur Turkmani es Magister en Escritura Creativa por la Universidad de Oxford, asociada y consultora de investigación en Economic Development Solutions y fue editora en jefe de la revista Rusted Radishes, del Departamento de Inglés de la Universidad Americana de Beirut.

N.d.T.: El artículo original fue publicado por Syria Untold el 13 de mayo de 2021.