Por Emadeddin Badi para The Tahrir Institute for Middle East Policy
‘¿Acaso la situación no era mejor con Gadaffi?’ es una pregunta que los desconocidos me obligaron a reflexionar innumerables veces en los últimos diez años. Al estar vagamente familiarizados con la cobertura informativa de la muerte y la destrucción en Libia, muchos esperan que experimentemos una bruma de nostalgia por el encanto familiar del autoritarismo. Para ser justos, muchas familias libias estaban más seguras, eran más ricas y estaban mucho menos preocupadas por el futuro que ahora. Pero detrás de este barniz de estabilidad, la Libia que yo y muchos otros conocimos era un Estado policial distópico en el que la justicia estaba más allá de una barrera impenetrable.
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Hace diez años, parecía impensable que los libios se levantaran para romper el statu quo que había imperado en su país durante más de 40 años. Muammar Gadaffi había cultivado un aura de indispensabilidad para los socios extranjeros y de inevitabilidad para aquellos sobre los que gobernaba tiránicamente.
Sin embargo, las dos narrativas se derrumbaron rápidamente. Después de que Gadaffi utilizó fuerza letal contra los manifestantes, los rebeldes libios —respaldados por una intervención de la OTAN bajo mandato de la ONU— acabaron con él. A menudo se pasa por alto el hecho de que fue el rastro de agravios que Gadaffi dejó a su paso, lo que provocó un levantamiento contra él. Los libios —al igual que sus vecinos— sufrían desigualdades socioeconómicas y políticas, pero éstas actuaron como meros catalizadores de la perdición de Gadaffi. Sin embargo, los orígenes de las revueltas libias se remontan al patio del tribunal de la ciudad oriental de Bengasi, frente al cual las familias de los presos asesinados por Gadaffi en la infame masacre de Abu Salim en 1996 se reunían a menudo para exigir represalias. Después de que el abogado que los representaba fuera detenido por el régimen, el valor de las familias de estos mártires constituyó la columna vertebral de las protestas a gran escala que siguieron. Éstas reunieron a amplios sectores de la sociedad libia, con una importante movilización entre las mujeres y los jóvenes.
En esencia, la revolución de Libia fue, por lo tanto, una llamada a la justicia ignorada durante décadas, que a su vez se encontró con la represión y que finalmente culminó en un ajuste de cuentas manchado de sangre. Con el tiempo, los acontecimientos que desencadenaron la revolución fueron etiquetados gradualmente por los libios escépticos como notas a pie de página intrascendentes o, peor aún, condenados como pecados capitales. También se olvidaron conscientemente los años 2012-13, antes de los cuales Libia recayó en una guerra civil total en 2014. A pesar de todos sus defectos, ese período bienal —en el que se celebraron elecciones nacionales con una participación del 60%—, es un testimonio de la aspiración permanente de la sociedad libia en general a un modelo de gobernanza que trascienda el autoritarismo.
Sin embargo, mientras que en el emergente periodo de transición democrática de Libia los ciudadanos expresaron su deseo de dejar atrás a Gadaffi, la élite política del país se mostró mucho menos comprometida con el cambio. Políticos de distintas tendencias se unieron para impedir las reformas que permitirían abandonar las disfuncionales palancas de patrocinio que Gadaffi legó a Libia. De este modo, las instituciones del autócrata le sobrevivieron, y su Jamahiriya —o ‘Estado de las masas’— sin cabeza se transformó en un monstruo con cabeza de hidra. Esta dinámica resultó ser una bendición para las potencias por delegación —sobre todo entre los Estados del Golfo— que vieron en la dividida élite posrevolucionaria libia oportunidades para promover sus agendas. Estos Estados extranjeros inundaron Libia de armas, dando poder a sus facciones políticas y armadas preferidas, saboteando la transición del país y polarizando su sociedad. Así, los atormentados gritos de una población que anhelaba justicia y cambio no fueron escuchados, y las desigualdades sociopolíticas y económicas que impulsaron a los libios a la sublevación se ampliaron.
Para empeorar la situación, durante el colapso de la transición en 2014 surgió una nueva figura para el impulso contrarrevolucionario en Libia, Khalifa Haftar. En un país cuyo tejido social se estaba deshilachando, el oportuno chivo expiatorio de Haftar para los fracasos posrevolucionarios, los islamistas, resonó. A la manera de Sissi, sus aspiraciones autoritarias se escondían detrás de un discurso de lucha contra el terrorismo, restitución y estabilidad. En la práctica, sin embargo, el general preside un proyecto que genera injusticia en todo el país. Al imitar a Gadaffi y tachar de terroristas a su amplio abanico de opositores nacionales, Haftar no sólo reabrió viejas heridas, sino que provocó otras nuevas a lo largo de líneas tribales, étnicas y comunales.
Aprovechando el apoyo extranjero de las fuerzas contrarrevolucionarias, Haftar trata de catalizar la recreación artificial de la Libia de Gadaffi, encadenando violentamente a los libios al autoritarismo. Para ello, las fuerzas bajo su estandarte desplazaron a decenas de miles de personas, mataron a decenas de civiles y ocasionaron un daño inefable a la cohesión del país, llevándolo al borde de la descomposición. La gravedad de estos crímenes se enfrenta al deseo de las potencias occidentales de no alienar a los patrocinadores extranjeros de Haftar, protegiéndolo de forma efectiva de la rendición de cuentas, lo que a su vez erosionó la credibilidad de las normas e instituciones multilaterales, desilusionando a los libios respecto a la premisa de que la intervención de la OTAN de 2011 pretendía protegerlos en el proceso.
Estos fracasos morales en cadena resultaron ser una bendición para los autócratas del Golfo que apoyaron a Haftar para promover la lección de que rebelarse contra los gobernantes genera inestabilidad. Sin embargo, al coaccionar a los libios para que se alineen bajo Haftar —o cualquier otra figura de tipo autoritario—, estas fuerzas contrarrevolucionarias están asegurando efectivamente que los sentimientos de injusticia que desencadenaron los levantamientos de 2011 no sólo no se aborden, sino que se exacerben, retrasando las inevitables revueltas basadas en el descontento. En el proceso, la inestabilidad institucional de Libia se agravó, su economía se tambalea al borde del colapso y su población se empobrece cada vez más. Al igual que en 2011, la prolongación de la privación de derechos económicos y la percepción de la corrupción a gran escala en todo el país no harán más que complementar la injusticia para alimentar la indignación.
Libia no estaba mejor con Gadafi, simplemente está peor diez años después. Puede que la revolución libia —iniciada por el deseo de justicia— se haya apagado por la injusticia, pero sus humeantes cenizas arderán inexorablemente, alimentadas por la ira de una población maltratada que desea retribución. Canalizar este deseo de cambio de forma constructiva para enderezar el rumbo del levantamiento requiere un enfoque inclusivo que cure las heridas infligidas al tejido social del país, lejos de las voces vengativas que monopolizan la conversación en torno a la política libia desde 2011. En muchos sentidos, estar a la altura de las aspiraciones revolucionarias de los libios depende de que se preste atención a los llamamientos pacíficos a la justicia realizados hace una década, además de abordar las desigualdades socioeconómicas y políticas que impulsaron a la gente a protestar después. Sólo entonces, Libia se verá libre de los fantasmas de su pasado y de las calamidades de su presente.
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Emadeddin Badi es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Essex, y tiene un posgrado en Violencia, Conflicto y Desarrollo por la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de Londres (SOAS), además, está especializado en gobernanza, estabilización post-conflicto, seguridad híbrida y construcción de la paz.
N.d.T.: El artículo original fue publicado por TIMEP el 17 de febrero de 2021.