Por Ismail Fayed para Mada Masr
En su profundo y perspicaz artículo sobre Faten Hamama y la ‘diferencia egipcia’ en el cine, Paul Sedra señala algo asombrosamente cierto y poco celebrado en lo que se refiere al cine egipcio: el hecho de que, a diferencia de sus homólogos estadounidenses e incluso europeos, el cine egipcio se dio a conocer a mediados de la década de 1960 con películas probablemente más sensibles a la época que las producidas en casi cualquier otro lugar, con la excepción del cine indio, en particular las películas de Satyajit Ray.
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A mediados de la década de 1960 se produjeron muchos cambios políticos en todo el mundo. Tomemos 1963 como ejemplo. En Estados Unidos fue un año fundamental para el movimiento por los derechos civiles: se celebró la Marcha sobre Washington, Medgar Evers fue asesinado y Malcolm X pronunció su histórico discurso ‘Mensaje a las bases’ en Detroit. También fue un gran año para el feminismo: en Estados Unidos se publicó La mística femenina, de Betty Friedan, y también el informe de la Comisión Presidencial sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer; en Irán se concedió a las mujeres el derecho al voto, y la rusa Valentina Tereshkova se convirtió en la primera mujer en aventurarse en el espacio. Sin embargo, al repasar las obras cinematográficas realizadas durante ese año, no se percibe la urgencia ni el fomento político de la época. Las películas más taquilleras y aclamadas de 1963 (como Los pájaros, de Alfred Hitchcock, El señor de las moscas, de Peter Brook, The Haunting, de Robert Wise, y El silencio, de Ingmar Bergman, por citar algunas) manifiestan, en cambio, una sensación de profunda ansiedad, incluso de miedo, como resultado de la agitación.
Por otra parte, 1963 fue un gran año para el cine egipcio: marcó el estreno de Al-Nasser Salah al-Din (Saladino el victorioso), de Youssef Chahine; Zuqaq al-Midaq (El callejón Midaq), de Hassan al Imam; Al-Nathara al-Sawdaa (Sombras negras), de Hossam al Din Mustafa; y Al-Ayde al-Naema (Manos suaves), de Mahmoud Thulfiqar. Casi todas estas películas tenían a la mujer en un papel central y la mostraban enfrentándose a la nueva realidad del Estado posindependentista, que soñaba con la unidad, el progreso y la prosperidad. Pero, dejando a un lado la política y la propaganda poscoloniales, en un raro momento de replanteamiento radical de los papeles que deben desempeñar las mujeres y de cómo eso forma parte, en última instancia, del cambio que se está produciendo en la sociedad en general, el cine egipcio se permitió un margen de crítica social audaz incluso para los estándares actuales.
La versión que Henry Barakat hizo en 1963 de Al-Bab al-Maftouh (La puerta abierta, publicada en 1960) de Latifa al Zayat depura muchos de lo que el público de entonces consideraba “excesos radicales” de la novela. Alinea la narración para adaptarla a la política y la estética de principios de la década de 1960, concretamente en plena disolución de la República Árabe Unida y la segunda oleada de políticas de Gamal Abdel Nasser para consolidar aún más su poder (mediante más nacionalizaciones y más propaganda socialista). La exploración de Zayat de la mayoría de edad de su generación bajo la ocupación británica y luego la independencia adquiere un sesgo más propagandístico en la película, donde Leila, la protagonista femenina (interpretada por Hamama en su 78ª película desde su debut en 1940 como actriz infantil en Youm Said [Feliz día], de Mohammed Korayem), intenta hacerse valer, a pesar del trasfondo conservador y tradicional de su familia y de la sociedad en general.
Zayat intentó escribir una interpretación feminista de una protagonista femenina emancipada, completamente enraizada en las luchas y aspiraciones de su sociedad como un individuo plenamente actualizado, al tiempo que destapaba la hipocresía y la opresión de esa sociedad y la devastación psicológica que infligen el patriarcado y la misoginia. Barakat, por su parte, ayudado por la partitura de Andre Rider, crea un melodrama de la bildungsroman de Zayat al tiempo que conserva su ímpetu y su mordaz crítica de la sociedad egipcia posterior a la Segunda Guerra Mundial. Utiliza el mismo telón de fondo histórico empleado por Zayat para enmarcar la historia: acontecimientos anteriores a la independencia, como las protestas estudiantiles de 1946 y el incendio de El Cairo en 1952, y conflictos posteriores a la independencia, como la Agresión Tripartita de 1956. Pero mientras Zayat vincula la emancipación de su protagonista a su implicación total en la resistencia, antes y después de la independencia, Barakat presta más atención a la vida amorosa de Leila. A través de un par de romances fallidos, Leila llega a darse cuenta de que su emancipación reside en elegir conscientemente estar con alguien a quien ama, no porque se espere de ella o porque sea lo correcto.
A pesar de atenuar algunos de los elementos más radicales de la novela de Zayat, la película de Barakat consiguió erizar algunas plumas. Su enfoque, sin embargo, resulta ingenuo en algunos momentos. Por ejemplo, una discusión entre Leila y sus amigas en la boda de su primo sobre las formas adecuadas de romance esperadas y aceptadas en la sociedad egipcia es superficial, está mal guionizada y requiere más espacio para lograr el efecto deseado. Del mismo modo, el dramático monólogo de su prima, que justifica por qué engaña a su marido, pretende ser un comentario sobre la fidelidad conyugal y los matrimonios de conveniencia. Sin embargo, se parece más a un sermón moral que a un examen significativo de las barreras a las que se enfrentan las mujeres en términos de seguridad financiera, que las llevan a conformarse con matrimonios concertados en primer lugar, o los límites a su libertad para tomar decisiones personales.
Aunque poco convincente en uniforme de chica de instituto, Hamama, de 32 años, aprovecha su química con Barakat y retoma más o menos su papel en La Waqt Lil Hob (No Time for Love), de Salah Abu Seif, del mismo año. Consigue transmitir las aspiraciones y frustraciones de una joven que intenta abrirse camino en el mundo mientras es aplastada física y moralmente por los hombres que la rodean. Leila parece saltar del control de un hombre a otro en su vida sin mucho respiro, desde su padre abusivo (hábilmente interpretado por Yacoub Mikhail) y su primo vividor (Hassan Youssef en su papel emblemático), hasta su severo y estricto profesor y posible pretendiente, Fouad (el excepcional Mahmoud Morsi).
Tal vez la interpretación más destacada de la película sea la de Morsi, que dota a la manipulación psicológica de Leila por parte de Fouad de una amenaza sobrecogedora. Leila se encuentra atrapada entre sus intentos de control y los de su padre, regresivo y autoritario, y parece que hay poco que pueda esperar. Dentro de este claustrofóbico miasma de misoginia, y fiel a la novela, Leila contempla el suicidio en un momento dado y, en otro, se retira completamente del mundo y se encierra en sí misma.
El héroe es Hussein, un protagonista masculino que sólo podría haber sido imaginado por una mujer. Interpretado por un rebuscado Saleh Salim en su tercer y último papel como protagonista (se rumorea que dejó de actuar tras la mala acogida de su actuación en La puerta abierta), Hussein es sensible, generoso y perspicaz. Tanto en la película como en la novela, se establecen contrastes entre él y los otros personajes masculinos abusivos y manipuladores de la vida de Leila. Comprende las ambiciones de Leila, su carácter independiente y su deseo de liberarse de las cadenas de la tradición social y el patriarcado. La anima a ser ella misma, a pensar que forma parte de una sociedad más amplia que tiene un espacio y un papel para ella como para cualquier otra persona.
En una escena icónica, vemos a Leila leer una carta suya, mientras la tranquila voz en off de Selim le dice que “abra la puerta de la vida y se reúna con él allí”, totalmente autónoma y libre, y completamente inmersa en una lucha mayor que es tanto de ella como de él. En todos sus encuentros y conversaciones, Hussein representa una perspectiva masculina formada e informada por un profundo sentido de la justicia y la igualdad, lo que le convierte quizá en el único protagonista masculino feminista del cine egipcio convencional.
Sin embargo, si no fuera por el magistral uso que hace Barakat de la fotografía en blanco y negro (con la ayuda de su veterano director de fotografía Wahid Farid) y la íntima puesta en escena, la gélida actuación de Selim probablemente habría congelado todo el plató. Además, el montaje (a cargo de Fathy Kassem) es incomprensible en muchos momentos; corta justo en medio de algunas escenas e ignora por completo cualquier sentido de resolución o transición narrativa. Tampoco ayuda el hecho de que Barakat utilice motivos visuales banales que el montaje no hace sino empeorar, como el típico derramamiento de café como metáfora del sexo, por ejemplo, que confiere a la historia una puesta en escena más teatral que cinematográfica y, por tanto, hace que algunas partes del guión parezcan soliloquios dirigidos didácticamente a un público imaginario (sin ninguna ironía posmoderna, por supuesto).
Pero dejando a un lado los fallos de montaje y la rigidez de las interpretaciones, la película de Barakat de 1963 era tan radicalmente política y relevante como podía serlo. Hablaba de la urgencia de su tiempo y, aunque no dejaba la puerta totalmente abierta como Zayat podría haber imaginado, creó un universo en el que, por una vez, una mujer decía ‘no’ y caminaba para vivir feliz para siempre.
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Ismail Fayed es escritor e investigador independiente, residente en El Cairo. Escribe sobre prácticas artísticas contemporáneas desde 2007.
N.d.T.: El artículo original fue publicado por Mada Masr el 16 de julio de 2018.