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El Interprete Digital

La fachada de la yihad afgana

Por Tam Hussein para New Lines Magazine

Afganistán. [Françoise Foliot/ Creative Commons]

Al celebrar la victoria de los talibanes, los islamistas occidentales se enamoraron de las fábulas, las mentiras y los prejuicios que existen desde hace décadas. 

[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]

Se sabía que los talibanes iban a saborear su victoria en Afganistán después de dos décadas de guerra, pero es extraño ver a miembros de la diáspora musulmana en Occidente celebrando el triunfo con igual entusiasmo, a menudo sin darse cuenta de las complejidades y miserias que se esconden debajo de la superficie. En las redes sociales, en conversaciones amistosas después de las oraciones del viernes y en los debates en la mesa de la cena, se entabla una conversación con una ruidosa minoría que proclama que esta fue una victoria para todos nosotros. Algunas personas tienen buenas razones para sentirse reivindicadas, y no existen dudas de que la caída de Kabul de este verano liberó muchas emociones reprimidas.

Muchas personas de las comunidades musulmanas de Occidente experimentaron las humillaciones de las guerras del 11 de septiembre en su vida cotidiana, tanto si fueron señaladas por la seguridad del aeropuerto antes de tomar un vuelo o insultados en una entrevista de trabajo por el largo de su barba o por el uso de su niqab. Desde la perspectiva de estas víctimas de la islamofobia, quizás el triunfo de los talibanes fue una venganza contra un agresor despiadado que los había hecho sentir como ciudadanos de segunda clase en sus propios países. Recuerden, que el memorial del 11 de septiembre no relata la violencia infligida a los musulmanes estadounidenses después de los ataques. Tampoco conmemora a los cientos de miles de civiles afganos e iraquíes asesinados después de las invasiones lideradas por Estados Unidos. Entonces, la caída de Kabul fue tanto un momento histórico, como un momento de catarsis; un acto de justicia para todos los detenidos de Guantánamo que habían sido vestidos con overoles naranjas y atemorizados ante soldados bien afeitados. El protagonista de la novela de 2007 The Reluctant Fundamentalist (El reacio fundamentalista), de Mohsin Hamid, expresa un sentimiento similar de liberación emocional. El personaje Changez es un consultor financiero paquistaní que trabaja en Estados Unidos cuando las Torres Gemelas son sacudidas y se sorprende al sentirse complacido “de que alguien haya puesto de rodillas a Estados Unidos de manera tan visible”. La caída de Kabul fue un momento histórico, pero, igualmente importante, también fue emocional.

Sin embargo, otros en la diáspora vieron la victoria de los talibanes a través del marco de la violencia sancionada religiosamente, la “yihad”, sin comprender completamente las complejidades de Afganistán. Para ellos, los talibanes habían derrotado a una coalición de ejércitos no musulmanes que ocupaban un país islámico. Los insurgentes afganos eran muyahidines, ‘guerreros santos’, que tenían derecho —de hecho, un deber— de luchar contra los invasores. Para este pequeño pero influyente número de musulmanes en Europa y Estados Unidos, Afganistán no es realmente un país, sino un mítico lienzo sobre el cual pintar sus propias esperanzas y sueños —un país donde las opiniones y experiencias de la población local no tienen relevancia. Estos ideólogos no tuvieron reparos en que los civiles afganos pagaran el precio más alto si esto promovía la causa del islam. En verdad, su Afganistán es la tierra de la yihad y nada más.

Al sentirse satisfechos con la victoria de los talibanes, estos yihadistas de la diáspora cayeron en la misma trampa que los periodistas occidentales a los que critican por utilizar clichés y tropos orientalistas. Ellos también proyectaron sus propios prejuicios e ideas en Afganistán —un país de innumerables culturas y una compleja historia. Al hacerlo, lo transformaron en una tierra de la imaginación, un lugar mitológico de héroes y villanos. Esto no es un fenómeno nuevo. No es casualidad que en junio de 2010 Mohammed Emwazi, futuro verdugo del grupo Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), fuera detenido en el aeropuerto de Heathrow en Londres cuando intentaba abordar un avión a Kuwait mientras llevaba un libro sobre la guerra de guerrillas afganas. Las fotografías de Abdelhamid Abaaoud, el autor intelectual de los ataques del EIIL de noviembre de 2015 en París, muestran que le gustaba usar un sombrero pakol, como si estuviera tratando de llevar a cabo su propia pequeña yihad afgana. Pero Emwazi y Abaaoud no crearon este mito, y comparten sólo una parte de la culpa de que continúe existiendo.

La romantización de las guerras de Afganistán se remonta a principios de la década de 1980 y la ocupación soviética, cuando oportunistas eruditos y luchadores comenzaron a propagar la mentira de que los muyahidines mal equipados y con fondos insuficientes estaban derrotando a una superpotencia atea sólo a través de la fe. Gran parte de la base de este mito fue cimentada por el ideólogo palestino Abdullah Azzam, cuyos libros de esa época encontraron un pequeño pero dedicado número de lectores en el amplio mundo musulmán. Uno de los libros, Signs of the Merciful (Signos del Misericordioso), relataba milagros que los muyahidines afganos afirmaban haber presenciado mientras luchaban bajo el mando de Jalaluddin Haqqani —un hombre que más tarde se uniría a la guerra de los talibanes contra la ocupación estadounidense. Las historias de los cuerpos de los mártires afganos muertos con olor a perfume y bandadas de pájaros que se abalanzaban para proteger a los muyahidines de los aviones enemigos ayudaron a embellecer un conflicto sangriento y brutal, lleno de luchas internas e intrigas entre facciones.

Azzam no fue el único que retrató a los muyahidines afganos en términos sencillos de blanco y negro. Los mitos de la guerra soviética también se traspasaron a la cultura popular occidental. La película de Hollywood “Rambo III” mostraba a un veterano de Vietnam interpretado por Sylvester Stallone luchando junto a las guerrillas afganas contra los soviéticos. Proyectada mientras el conflicto real aún continuaba y dedicado al “valiente pueblo de Afganistán”, recaudó más de $189 millones de dólares en taquilla en todo el mundo. Luego hubo un himno islámico, o nasheed, escrito por el cantante británico Cat Stevens. Después de lanzar una sucesión de sencillos exitosos en las décadas de 1960 y 1970, Stevens se había convertido al islam, cambió su nombre a Yusuf Islam, y se vio profundamente afectado por la guerra contra los soviéticos. En homenaje a la lucha de los muyahidines, escribió el nasheed “Afganistán: la tierra del islam”, cuyas versiones aún se pueden encontrar en YouTube. La letra ejemplifica lo que Afganistán había llegado a simbolizar en la imaginación de la diáspora musulmana.

Toda las personas están muriendo, y ellas están dispuestas a dar

Cada gota de su sangre por la libertad de vivir

Toda las personas mueren por recuperar su tierra

Y el hogar de sus padres que murieron por el islam

Afganistán, la tierra del islam

Afganistán, la tierra del islam

Afghani Laa ilaaha illallaah

Muhammad Rasulullaah

Alaihi salaamullah

Existen cinco millones de personas sin hogar, más de un millón de muertos

¿Cómo puede el mundo irse a dormir con la injusticia allá arriba?

Todos los huérfanos están llorando, es fuerte y claro

Para los que tienen corazón, para los que pueden oír

Stevens no tenía experiencia alguna en el combate en el frente de Afganistán y no había visto cómo los líderes muyahidines discutían y luchaban constantemente entre ellos. Pero eso no importó. Promovió una versión de la guerra que, como todos los buenos mitos, contenía la verdad suficiente para ser creíble. En marzo de 1986, la revista Al Yihad, una publicación en árabe y bastante popular entre los combatientes extranjeros entre los muyahidines, publicó una entrevista con él. “Antes de venir a Pakistán, no tenía idea de la profundidad de la dedicación islámica que tienen los musulmanes afganos […] De hecho, es la fuerza que los guía y el motivo de su resistencia”, dijo Stevens, según fue citado.

Cuando el régimen comunista de Afganistán colapsó y Kabul cayó en manos de los muyahidines en 1992, las hazañas de los vencedores se mitificaron aún más en todo el mundo musulmán. Los mitos fueron particularmente poderosos en Medio Oriente. Para algunos árabes, los muyahidines afganos eran ejemplos de quiénes podían llegar a ser como hombres y de lo que podían lograr para el islam después de una sucesión de catastróficas derrotas militares. Hasta entonces, había un sentimiento de castración política en el mundo árabe, no sólo por la participación de Estados Unidos en la Guerra del Golfo a principios de la década, sino también por el legado del colonialismo. Desde la división del Levante por parte de los británicos y los franceses hasta la invasión italiana de Libia, habían visto sus tierras divididas y conquistadas. La creación de Israel en 1948 y las derrotas de los ejércitos árabes en 1967 y 1973 sólo se sumaron a un sentimiento generalizado de humillación que se transmitió de padres a hijos. Su sentido de nostalgia y pérdida está perfectamente capturado en una historia de ficción del autor palestino Ghassan Kanafani, miembro del Frente Popular Marxista para la Liberación de Palestina. Su alegoría “Men in the Sun” (Hombres en el sol) fue escrita mucho antes de la guerra soviética en Afganistán, pero aún así logró articular el tipo de desesperación que subyace al mito del rol de los árabes en la yihad. El personaje principal de la historia, Abu Khaizuran, es un veterano palestino de la guerra de 1948 que trabaja como camionero. Impotente por sus heridas, acepta pasar de contrabando a tres compañeros palestinos a Kuwait, donde pueden construir una nueva vida para ellos mismos. Pero cuando llega a la frontera con los hombres escondidos en la parte trasera del camión y su destino tentadoramente al alcance de la mano, se retrasa en un puesto de control. Mientras los guardias se burlan de Abu Khaizuran sobre su vida sexual, sus tres pasajeros mueren asfixiados mientras él intenta exagerar su virilidad inexistente.

Entonces, la yihad afgana fue la primera vez que algunos árabes sintieron que su orgullo había sido restaurado. Osama Bin Laden y Azzam fueron actores secundarios en el conflicto, pero los mitos en torno a sus hazañas fueron un bálsamo para la masculinidad herida de una nueva generación de luchadores. En ninguna parte fue esto más evidente que en las historias fantásticas que surgieron de la batalla de Jaji en 1987, en el este de Afganistán. Para Bin Laden, fue el momento en que los voluntarios yihadistas árabes demostraron su valía al luchar contra las Spetsnaz soviéticas, o las fuerzas especiales, a corta distancia. En realidad, fueron los muyahidines afganos quienes protagonizaron la mayor parte de los combates. Como recordó Sayed Rahman Wahidyar, un comandante de Hezb e Islami que conocía a Bin Laden, en un documental reciente de Channel 4 en el que trabajé, “Nosotros [los afganos] ganamos la batalla de Jaji”.

A medida que la guerra contra los soviéticos llegaba a su fin, algunas comunidades de la diáspora tenían la sensación de que los árabes afganos eran como los espartanos que habían repelido a los persas en 480 a.C. Ese sentimiento de orgullo era comprensible. La ocupación soviética había sido brutal, pueblos enteros habían sido arrasados ​​y millones de afganos se convirtieron en refugiados. Después de que los muyahidines superaron probabilidades aparentemente imposibles de entrar victoriosos en Kabul en 1992, los devotos jóvenes árabes comenzaron a viajar cada vez más a Afganistán. Muchos, sin duda, querían emular a sus nuevos héroes, sobre los que habían leído en los despachos de Jamal Khashoggi y otros periodistas que apoyaban la causa de los muyahidines. A menudo, ya estaban en camino de convertirse en militantes duros y huyeron de sus antiguas vidas en sus hogares después de haber sufrido bajo regímenes opresivos. Una vez en Afganistán, optaron por luchar junto al partido muyahidín más extremo, Hezb e Islami, en la guerra civil que se desarrollaba en el país. Mientras lo hacían, aprovecharon la oportunidad para entrenarse para nuevos conflictos e insurgencias, lo que marcó un cambio radical con respecto a la comprensión tradicional de lo que significaba el término ‘yihad‘. Si bien el concepto siempre había estado abierto a una amplia interpretación académica, hasta este punto, generaciones de musulmanes habían podido ponerse de acuerdo sobre sus principios básicos: defender el hogar y su tierra, defender a los fieles, los débiles y los oprimidos, y dar testimonio de la unidad de Dios mediante el sacrificio personal si es necesario. Derrocar los regímenes de los países islámicos y luchar contra otros musulmanes nunca había entrado en la ecuación —esa prerrogativa pertenecía al ámbito de los sultanes y emires.

Pero algunos de estos recién llegados a Afganistán albergaban exactamente esas ambiciones radicales, y cuando descubrieron que sus propios gobiernos no les permitían regresar a casa una vez terminada su formación, buscaron refugio en Occidente. Muchos prontamente comenzaron a fabricar un aura para sí mismos dentro de las comunidades de la diáspora en toda Europa deslumbradas por la yihad afgana. Llevaban ropa afgana o adoptaron el apodo de “Al Afghani” como señal de autoproclamación. Uno de ellos era Abu Hamza Al Masri, un imán de la mezquita de Finsbury Park en el norte de Londres, que afirmó haber resultado gravemente herido en combate durante la yihad contra los soviéticos. Parcialmente ciego y con un gancho de metal en lugar de su mano derecha cortada, parecía encarnar las cualidades de dedicación y sacrificio que todos los buenos muyahidines debían mostrar. Pero la verdad era oscuramente cómica: había recibido sus heridas manejando de forma errónea los explosivos con torpeza lejos de cualquier combate. A sus seguidores ingenuos e impresionables no les importaba. Libros como Nine Lives (Nueve Vidas), del espía del MI6 Aimen Dean, muestran cuán central era el mito de Afganistán para los propagandistas y demagogos que vendían el yihadismo entre los jóvenes.

En Europa, Gran Bretaña fue el centro del problema. En ciudades y pueblos como Londres, Birmingham, Luton y Bradford había importantes comunidades musulmanas del sur de Asia con vínculos históricos con Afganistán y el subcontinente. Cuando los talibanes emergieron de la guerra civil que envolvió al país a mediados de la década de 1990, muchas personas ofrecieron al nuevo movimiento su aprobación tácita. Los talibanes eran musulmanes deobandi, una subescuela de la escuela de jurisprudencia islámica de Hanafi, y había varios seminarios y mezquitas deobandi en el Reino Unido. Algunos de ellos fueron expuestos más tarde en la prensa británica señalados como un apoyo para los talibanes —historias que eran más que el acostumbrado sensacionalismo escandaloso. Recuerdo haber conocido a jóvenes musulmanes deobandi a finales de la década de 1990 y principios de la de 2000 que se referían al líder talibán Mullah Mohammed Omar como “Amir Ul Mumineen”, o el príncipe de los creyentes. En contraste, llamaron al líder de la Alianza del Norte, Ahmad Shah Massoud, un “fasiq” (pecador) y un “khain” (traidor). La recaudación de fondos para los talibanes se llevó a cabo abiertamente en Gran Bretaña, incluso en mi alma mater, la Universidad Queen Mary de Londres. Antes del 11 de septiembre no era ilegal ni siquiera estaba estigmatizado. 

Para la diáspora musulmana británica en esos días, la aparición de los talibanes en Afganistán marcó una confluencia de eventos que definieron la era. El alboroto por el libro de Salman Rushdie de 1988, Los versos satánicos, galvanizó a las comunidades e hizo que los musulmanes del Reino Unido fueran más resueltos. Sintieron que Rushdie —un novelista británico nacido en la India— había blasfemado contra el profeta Muhammad y necesitaba rendir cuentas. Su frustración se vio agravada por el hecho de que el Gobierno británico no podía castigarlo bajo la ley del Reino Unido, que protegía su derecho a la libertad de expresión. Para algunos musulmanes británicos, esto sólo reforzó su sospecha de que Occidente estaba en contra del islam —un sentimiento que se encendió por la matanza de civiles musulmanes durante la guerra civil de Bosnia. Shahid Butt, un británico encarcelado por cargos de terrorismo en Yemen de 1999 a 2003, me contó cómo se interesó por primera vez en la idea de la yihad armada después de ver videos de atrocidades de Bosnia. Hasta entonces, ni siquiera se había dado cuenta de que los musulmanes indígenas de cabello rubio vivían en el corazón de Europa. Despertares como el suyo ocurrieron al mismo tiempo que Rusia emergió del caos del colapso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En 1994, el nuevo Estado ruso invadió la república separatista de Chechenia, lo que provocó que los veteranos musulmanes de las campañas afganas se presentaran como voluntarios para otra yihad. Entre ellos se encontraba Emir Khattab, un saudí que había luchado contra los soviéticos en Afganistán cuando era adolescente. Para el cambio de milenio, las noticias de Bosnia, Chechenia, Argelia y Cachemira estaban llegando a la diáspora a través de sitios web como el ahora desaparecido ‘azzam.com’ y foros de internet mal controlados. Fundamentalmente, en un momento en que la mayoría de los hogares en el Reino Unido todavía no tenían acceso a internet, la propaganda yihadista también estaba ampliamente disponible en los puestos callejeros emergentes de Gran Bretaña. Grupos extremistas que se beneficiaron de las mismas leyes de libertad de expresión que protegieron a Rushdie vendieron abiertamente cassettes, videos en VHS, libros y folletos con extrañas teorías de conspiración y tropos antisemitas. Fue en este entorno donde la desinformación y la especulación tan común en internet hoy en día comenzó a crecer.

Las fábulas de Azzam y la humildad percibida de Bin Laden parecían hechos a la medida del machismo y el idealismo ingenuo de los inmigrantes musulmanes marginados en busca desesperada de héroes. Estimulados por el mito afgano, estos aspirantes a yihadistas llevaron al mundo inexorablemente hacia el 11 de septiembre. Incluso a fines de la década de 1990, mucho antes del surgimiento del grupo EIIL, algunas comunidades de la diáspora comenzaron a llamar Jorasán a Afganistán, la tierra que marcaría el comienzo del gobierno del Mahdi, una figura apocalíptica, parecida a un mesías, que allanaría el camino para el regreso de Jesús. Mullah Omar, el líder de los talibanes, jugó su propio rol en el desarrollo del mito. Un individuo simple pero devoto que tuvo un pequeño papel como luchador en la guerra contra los soviéticos, en 1996 se presentó ante una multitud en Kandahar y se envolvió en una capa que supuestamente pertenecía al profeta Muhammad, convirtiéndose en el líder de todos los musulmanes, no solo de los afganos. Las fronteras de Jorasán no incluían históricamente ‘Pashtunistan’, el corazón de los talibanes, pero eso no le importaba al Mullah Omar ni a sus seguidores aquí en Occidente. Lo que importaba era el simbolismo.

La proliferación de narrativas falsas y ‘noticias falsas’ no es exclusiva del siglo XXI. En los círculos yihadistas estuvo sucediendo durante décadas. Incluso en la década de 1990, el espíritu de la época era tal que todo el mundo parecía estar vendiendo mitos, teorías de conspiración y soluciones pseudointelectuales a problemas políticos profundamente arraigados. En 1992, la conferencia de estudiantes de la Sociedad Islámica de América del Norte citó el ejemplo de Afganistán para alentar a los musulmanes a prepararse para la guerra en Palestina. Al afirmar que los afganos habían vencido a los soviéticos sólo con armas simples, la conferencia ignoró la enorme ayuda que Estados Unidos y sus socios habían brindado a los muyahidines. Sin los suministros militares de la CIA, es posible que los muyahidines nunca hubieran derrotado a los soviéticos, pero este hecho inconveniente ya estaba siendo olvidado. Incluso Hamza Yusuf, un estadounidense convertido al islam que ahora es uno de los eruditos más prominentes de Occidente, impulsó teorías de conspiración de venta de centavos sobre el Nuevo Orden Mundial y el anticristo, o Dajjal, que eran similares a la propaganda de algunos de los exiliados yihadistas en el sur de Londres. Aunque Yusuf nunca se suscribió a su metodología violenta y habló con mucha más elocuencia, todavía operaba dentro del mismo ámbito de las medias verdades. El atractivo de Afganistán era tan grande en esos días que algunos de los seguidores de Yusuf me dijeron que él había luchado en secreto en la yihad antisoviética, pero que decidió no dar a conocer la experiencia para conservar su pureza. Por supuesto, fue una completa tontería y dudo que él siquiera lo supiera, pero sus seguidores querían que fuera cierto como si la yihad fuera la única forma en que un hombre musulmán podía demostrar su masculinidad.

En esta atmósfera de jingoísmo yihadista, incluso los actos más atroces fueron glorificados. Cuando un soldado ruso fue decapitado en una película en Chechenia o los terroristas suicidas de Al Qaeda mataron a más de 200 personas en ataques contra las embajadas de Estados Unidos en Dar es Salaam y Nairobi, algunos en la diáspora consideraron el derramamiento de sangre como un tiro al blanco contra el imperialismo antiislámico. Malcolm X describió una vez el asesinato de John F. Kennedy como “las gallinas que regresan al gallinero para dormir” y los ataques terroristas contra objetivos estadounidenses fueron considerados de manera muy parecida por los musulmanes que habían abrazado el mito de Afganistán. Cuando Bin Laden anunció su “Yihad contra los judíos y los cruzados” no fue visto como la perorata de un megalómano sin autoridad religiosa legítima, sino como una fatwa de un revolucionario islámico. Por supuesto, ocasionalmente hubo crisis de conciencia. Cuando los rebeldes chechenos sitiaron una escuela en Beslán en 2004, los simpatizantes yihadistas de la diáspora debatieron entre ellos sobre la ética de mantener a los escolares como rehenes. Pero una y otra vez, los más ideológicamente dispuestos siempre encontraron formas de justificar cualquier acto atroz.

Entonces, era inevitable que la violencia finalmente llegara a Occidente. Si bien la escala y la naturaleza del 11 de septiembre no tuvieron precedentes, los ataques no fueron una conmoción total para nadie que hubiera estado prestando atención. Después de todo, si los muyahidines estaban luchando contra los infieles en el extranjero, ¿por qué no hacerles daño en casa? Tenía sentido táctico. Esta visión sólo ganó más credibilidad con las invasiones de Afganistán e Irak. Muchos islamistas de la diáspora argumentaron que las minorías musulmanas que vivían en Occidente no eran ciudadanos de sus países de adopción, sino que habían estado viviendo bajo los términos de un pacto o contrato de seguridad islámico. Después de las invasiones, ese pacto se consideró nulo y sin efecto. En cambio, su lealtad estaba con la comunidad panislámica conocida como la “Ummah”. Infundidos con estas ideas salafistas yihadistas, extremistas como los bombarderos del 7/7 y los atacantes de Madrid dieron el siguiente paso lógico: rescindiendo su pacto de las formas más horribles imaginables y abriendo las compuertas a futuros ataques.

Con todos estos hilos narrativos, no es de extrañar que los miembros de la diáspora musulmana de Occidente ignorasen tantos hechos inconvenientes cuando Kabul cayó ante los talibanes en agosto. Destacaron los vínculos históricos entre la CIA, el vicepresidente y exjefe de inteligencia de Afganistán, Amrullah Saleh, pero ignoraron la estrecha relación entre la CIA y los muyahidines afganos en la década de 1980. Algunos de los que más se beneficiaron de esa relación, como Jalaluddin Haqqani, más tarde se pusieron del lado de los talibanes. De manera similar, estos musulmanes condenaron las graves violaciones de derechos humanos del servicio de inteligencia de Saleh, pero eludieron el uso de los talibanes del tráfico de drogas y los niños terroristas suicidas, con lo que crearon una versión actualizada del mismo viejo mito afgano.

Es demasiado simplista describir a quienes huyen del Gobierno de los talibanes como traidores o colaboradores, como hicieron algunos críticos en las redes sociales, al igual que es injusto describir como terroristas a todos los que se opusieron al Gobierno de Ashraf Ghani. En verdad, los motivos de los afganos de ambos lados de esta última guerra bien pueden haber sido más pragmáticos. El Cid Campeador, el caballero español del siglo XI, fue enaltecido por los cristianos como un enemigo acérrimo de los moros, pero en realidad luchó por quien servía a sus intereses. Así es el Afganistán actual, donde los chai walas y los trabajadores que trabajaban para los estadounidenses sólo para poder alimentar a sus familias, y los periodistas locales huyeron tras la toma de poder de los talibanes, no porque amaran la ocupación estadounidense, sino porque querían una vida mejor para ellos y sus hijos en Occidente. Estos afganos merecen nuestra compasión tanto como los afganos asesinados por las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.

De alguna manera, la yihad antisoviética no tuvo nada que ver con el derramamiento de sangre y el extremismo que generó. La lucha contra los soviéticos y la guerra civil que siguió fue brutal y compleja, y costó la vida a más de un millón de afganos. Del caos y la confusión nació un país mítico, creado para llenar un vacío dentro de la diáspora musulmana. Esta tierra de fantasía todavía existe en los corazones y las mentes de algunas personas en Occidente en la actualidad. Mientras tanto, los afganos siguen pagando un alto precio por la ilusión.

[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]

Tam Hussein posee una Maestría en Estudios de Medio Orientes, y es un periodista de investigación y escritor galardonado que se centra en la región MENA y cubre las redes yihadistas, los conflictos, el terrorismo, los refugiados y la trata de personas. 

N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 15 de noviembre de 2021.