Por Mark S. Wagner para New Lines Magazine
El gran relato de un renacimiento cultural árabe en el siglo XIX goza de gran atractivo, pero se basa en una interpretación controvertida con ambiguas pruebas.
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A finales de la década de 1870 y principios de la de 1880, aparecieron cuatro conjuntos de pancartas anti-otomanos en Beirut y otras ciudades de lo que entonces se denominaba Siria.
El primero fue un par de carteles, uno en árabe y otro en turco, ambos colgados en las calles de Damasco en julio de 1878. En junio de 1880 aparecieron otros dos en árabe en Beirut. John Dickson, cónsul británico en funciones, facilitó una copia de este último al Ministerio de Asuntos Exteriores británico, de la misma forma compartió un tercer grupo de carteles que aparecieron en las calles de Beirut, Sidón y Trípoli ese mismo año. El cuarto y último incidente fue un único cartel impreso en marzo de 1881 y distribuido por los servicios postales extranjeros a los cónsules europeos destinados en las provincias árabes.
Los cuatro grupos de propaganda reflejaban la menguada moral en todas las provincias árabes controladas por los otomanos tras la guerra ruso-otomana de 1877-1878, cuando la victoriosa coalición liderada por Rusia hizo retroceder a los otomanos hasta las puertas de Constantinopla, lo que provocó la intervención de las grandes potencias europeas occidentales.
En su libro de 1938 “El renacimiento árabe”, George Antonius, el primer historiador que documentó la cuestión de las pancartas, las atribuyó a una sociedad secreta formada por unos 22 miembros cristianos de la logia masónica de Beirut que militaban por la independencia árabe. Para Antonius, la mera existencia de la sociedad secreta y las pancartas que supuestamente habían fabricado demostraban el auge del nacionalismo árabe como ideología y de un despertar árabe, una “Nahda” en árabe, como un movimiento. Sin embargo, existen razones para dudar de la importancia e incluso de la existencia de la sociedad secreta que puede o no haber producido las pancartas.
También existen dudas sobre la intención de las pancartas. Antonius afirmó que llamaban a todos los árabes del mundo a deshacerse del dominio imperial, pero investigaciones posteriores pusieron en duda esa tesis. El principal informante de Antonius, Faris Nimr, dijo a otro historiador antes de su muerte en 1951 que el concepto de nacionalidad, especialmente uno que se impusiera a la afiliación religiosa, simplemente no existía cuando la supuesta sociedad secreta estaba activa.
Tal vez esa sociedad fuera la trastienda de un gobernador otomano que ambicionaba separarse del imperio. Lo más probable es que las pancartas simplemente mostraran que los residentes de la Gran Siria querían la misma autonomía de la que disfrutaban los del Monte Líbano. Otra posibilidad es que representaran un intento de reforma de la administración otomana. La “Nahda”, en el centro de tantas historias del mundo árabe, puede haberse basado en un concepto erróneo.
El término “Nahda” se convirtió en una caja de herramientas. Se asoció a la cultura impresa importada de Europa, la alfabetización de masas, la occidentalización ambivalente, la lucha antioccidental, el clasicismo, la pureza lingüística árabe, los derechos de la mujer y el nacionalismo árabe romántico. Incluye figuras como Muhammad Ali, el gobernante de facto de Egipto entre 1805 y 1848, que llevó a cabo reformas drásticas en los ámbitos militar, económico y cultural, y esfuerzos como la Tanzimat otomana, una serie de cambios militares, legales, educativos y económicos de finales de la época otomana destinados a modernizar y consolidar el imperio.
El significado del término se amplió tanto que estudiosos contemporáneos como Samah Selim y Elias Khoury intentan aclarar la confusión afirmando que hubo al menos dos “despertares” de este tipo. Para algunos, la palabra pasó de significar occidentalización a una profunda ambivalencia hacia Occidente, pasando por un antioccidentalismo a ultranza.
Quince años después de la aparición del libro de Antonius, el historiador británico nacido en Bagdad Elie Kedourie defendió su tesis doctoral en la Universidad de Oxford en 1953. En su examen oral, Kedourie hizo dos afirmaciones audaces. En primer lugar, afirmó que Gran Bretaña debía su humillante retirada del Medio Oriente tras la Primera Guerra Mundial a la incompetencia y las fantasías románticas de sus administradores. En pocas palabras, Gran Bretaña abandonó el Medio Oriente innoblemente, debido enteramente a sus erróneas ideas orientalistas.
En segundo lugar, Kedourie afirmaba que la idea de que Gran Bretaña se retiró para obligar a un “despertar” nacional entre las poblaciones indígenas de la región aunque carecía de pruebas que la respaldaran. De hecho, según Kedourie, el razonamiento era al revés, en el sentido de que cualquier sentimiento nacionalista que pudiera haber echado raíces locales era una importación directa, y bastante reciente, de Europa; una noción con una dudosa genealogía que se remontaba a los románticos alemanes contrarios a la Ilustración en el siglo XIX. (Kedourie rechazó el sionismo por los mismos motivos).
El romanticismo alemán era nacionalista, abrazaba los referentes étnicos, culturales alemanes y rechazaba el cosmopolitismo, incluidos ideales de la Revolución Francesa como la primacía de la razón. Kedourie vio las semillas del “nacionalismo árabe” en esto, más que en cualquier movimiento de base de Medio Oriente.
Sir Hamilton Gibb, titular de la cátedra Laudian de árabe en Oxford y asesor doctoral de Kedourie, discrepó vehementemente y exigió a Kedourie que cambiará su tesis. (Casi dos décadas más tarde, el erudito palestino-estadounidense Edward Said sostendría que Kedourie, un judío nativo de Bagdad, entendía el Medio Oriente de una forma que Gibb, el extranjero con la cabeza en las nubes, nunca podría). Kedourie, a su vez, exigió a Gibb que aportará pruebas de sus objeciones. Sin embargo, en virtud de su posición, Gibb no estaba obligado a hacer tal cosa, por lo que simplemente se mantuvo firme. Kedourie se echó atrás y perdió su título. En una situación difícil de imaginar en la desgastada economía académica actual, un aliado de Kedourie le consiguió un trabajo en la London School of Economics, incluso sin el título académico.
Kedourie y los nacionalistas árabes con los que discrepaba sí compartían una opinión: que el mapa del Medio Oriente posterior a la Primera Guerra Mundial, formado por estados arbitrarios gobernados con una violencia espantosa, era una farsa. Los oficiales británicos como T.E. Lawrence (alias “Lawrence de Arabia”) y, más aún, Gertrude Bell eran leviatanes con ensoñaciones románticas. Lawrence revistió al nacionalismo árabe, en palabras de Kedourie, “con un significado imposiblemente trascendental”, mientras que Bell pensó “en ser madrina de un nuevo Imperio Abbasí”. Una vez desatadas mediante una pseudo rebelión contra los otomanos y el apoyo al impopular y poco fiable Faisal como rey de Irak y Siria, las fantasías de Lawrence y Bell provocaron un derramamiento de sangre inimaginable.
En última instancia, el consenso académico de décadas según el cual Europa traicionó a Medio Oriente socavó la afirmación de Kedourie de que Medio Oriente habría estado mejor bajo el dominio imperial, ya fuera de los otomanos o de alguna facción de las potencias europeas.
Pero ¿qué pasó con su segunda afirmación, a saber, que los árabes no experimentaron ningún “despertar” nacional ni ningún renacimiento cultural? ¿No debería existir alguna prueba? Aunque la mayoría de los estudiosos se toman al pie de la letra la narrativa de la “Nahda”, existen buenas razones para un sano escepticismo.
En algún momento del siglo XIX, el relato convencional de la historia moderna de Oriente Próximo nos dice que los árabes, sean musulmanes y no musulmanes por igual, experimentaron un renacimiento cultural. Pronto se convirtió en un movimiento de masas que exigía la independencia de los imperios extranjeros. El problema es que cada una de estas dos afirmaciones, un renacimiento cultural, que luego se convirtió en un movimiento independentista, se basa en lecturas controvertidas de vagas pruebas. Las dos afirmaciones también se corresponden exactamente con lo que el académico James Gelvin denominó “la gran narrativa del nacionalismo árabe”.
Del mismo modo que el término “Edad Oscura” sirve para ocultar la belleza del Renacimiento que vendría después, el concepto de “Nahda” iba de la mano de la idea de que el periodo anterior era de declive o decadencia (“Inhitat”). Los eruditos nos cuentan que, durante la “Nahda”, surgió la cultura árabe impresa, la reforma educativa condujo a la alfabetización masiva, los clérigos musulmanes liberalizaron el Islam y redescubrieron los clásicos islámicos, los escritores intentaron despojar a la lengua árabe de su florecimiento y los árabes, especialmente los cristianos libaneses, ansiaban independizarse tanto de los otomanos como de los europeos.
La idea de que la historia era una gran trayectoria de decadencia y despertar contaba con cierto apoyo en las fuentes islámicas y las bellas letras árabes, que sostenían que la humanidad había ido cuesta abajo, ya fuera desde los días del profeta Muhammad y los primeros musulmanes (circa 570-630 d.C.) o desde las obras de los grandes poetas de la época abbasí (alrededor de 750-1258 d.C.). Incluso Ibn Jaldún, considerado el primer autor árabe musulmán de una gran teoría de la historia, sigue esta narrativa estándar de decadencia.
Esta visión pesimista del pasado, defendida por orientalistas como Gibb, seguía la estela de las grandes teorías europeas del siglo XVIII sobre la decadencia y el renacimiento. Robert Brunschvig, orientalista francés del siglo XX, analizó la moral europea sobre la espiral descendente del Oriente islámico, examinando fuentes que iban desde la Ilustración francesa hasta el filósofo alemán Johann Gottfried Herder y el historiador inglés Arnold Toynbee, contemporáneo de Brunschvig.
Brunschvig veía a estos pensadores con desconcertada frustración, tanto por la confianza de sus planes arquitectónicos para la historia humana como por la superficialidad o incluso la simple inexactitud de sus pruebas. Brunschvig escribe que los debates de los siglos XIX y XX sobre la decadencia y el progreso “con demasiada frecuencia [representan] tesis excesivamente teóricas; y más de una vez, incluso ahora, el estatus del Islam se ve enormemente reducido, incluso cuando su propia forma no se ve escandalosamente alterada”.
Para Brunschvig, los escritores europeos, desde Herder hasta Louis-Pierre-Eugene Sedillot, se entregaron a “un perpetuo ditirambo” es decir un apasionado o inflado canto de alabanza, sobre la civilización árabe medieval. Del mismo modo, Gustave Le Bon “insistía notablemente en la grandeza”, al tiempo que defendía la decadencia de los árabes. Como escribió Brunschvig sobre la supuesta decadencia árabe, “la idea esencial, con su matiz de gobinismo”, una ideología del siglo XIX étnicamente pro germánica pero antinacionalista, especialmente contra la nación francesa, “era el mestizaje racial”. En otras palabras, la civilización árabe pura había tenido éxito al principio, pero una vez que los no árabes, como los persas y los turcos, se involucraron, las cosas fueron cuesta abajo rápidamente.
Por último, Brunschvig abordó las teorías históricas de Toynbee, un punto de aversión profunda para Kedourie, que compartía la política de Gibb pero disfrutaba de un acceso aún mayor a los pasillos del poder como director del Centro de Investigación político londinense Chatham House. Brunschvig escribió, “el historiador objetivo, no puede silenciar su desconfianza hacia un sistema demasiado vasto, demasiado observablemente sesgado, en el que concepciones demasiado generales de la vida y la muerte de las civilizaciones buscan siempre, a toda costa, justificarse a sí mismas”.
Mientras que la idea de decadencia, que el islamista Bernd Radtke calificó de “poderoso mito” en la historia árabe-islámica, fue desechada con razón, la de renacimiento no parece sino haber cobrado fuerza. Pero, ¿puede haber renacimiento sin muerte? En su reciente libro “Redescubrir los clásicos islámicos”, Ahmed El Shamsy demuestra de forma convincente que la tradición erudita islámica postclásica estaba efectivamente estancada. Las élites islámicas hablaban lenguas distintas del árabe; los rapaces libreros europeos se apoderaban de los manuscritos para venderlos a las bibliotecas occidentales; los super-comentarios de principios de la Edad Moderna, comentarios sobre comentarios anteriores, a dos o tres grados de distancia de los textos originales, eran más apreciados que los propios textos clásicos; y los místicos carismáticos corrían desbocados por el mundo de las ideas.
Pero existen contraejemplos convincentes. Por ejemplo, se busca en vano la palabra “Nahda” en las obras de Albert Hourani, a quien muchos consideran pionero en el estudio del periodo. Sus afirmaciones eran sobrias y surgían de las fuentes que estudiaba y con las que se identificaba: élites árabes receptivas a las ideas europeas desde la invasión de Egipto por Napoleón en 1798 hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El propio Hourani documentó el cambio radical del modernismo islámico liberal de Muhammad Abduh a la política reaccionaria del alumno de Abduh, Rashid Rida, y la adopción de la retórica política europea por parte de las juntas militares regionales árabes que surgieron en el siglo XX.
Hourani se mostraba escéptico ante las reivindicaciones del nacionalismo árabe, aunque menos que Kedourie, para quien el embriagador y conspirativo relato de Antonius era “un tejido de declaraciones históricas dudosas, reunidas para formar una apología del nacionalismo árabe”. Por el contrario, Gibb alabó el “Renacimiento árabe” de Antonius y unió con entusiasmo su tesis de la traición británica a su propia culpa por lo que consideraba la perfidia de Occidente y la “omnipresente propaganda sionista”. Además, lejos de limitarse a observar cómo se desarrollaban las maquinaciones británicas desde su torre de marfil de Oxford, Kedourie desenterró un memorándum de los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores en el que Gibb pedía la división de las antiguas tierras otomanas en una federación de provincias pacíficas y democráticas que ocuparan “toda el Asia árabe”.
Kedourie cita agriamente a un ministro saudí, citado en otra parte del expediente, que dijo a un funcionario británico que “desde los días de Muhammad nadie había sido capaz de llegar a un esquema satisfactorio para la federación árabe.”
Los bandos de Kedourie y Hourani, por un lado, y Antonius y Gibb, por otro, ilustran una división básica señalada por el historiador Rashid Khalidi entre los estudiosos del nacionalismo árabe. Existen quienes, como Antonius, que “en general se inclinan positivamente hacia [el] tema”, y los que son “muy críticos, a menudo hasta la burla”. Curiosamente, Khalidi sólo incluye a Kedourie y a su esposa, la historiadora Sylvia Kedourie, en el segundo grupo. En el libro de 1958 “Arab-Turkish Relations and the Emergence of Arab Nationalism” (Las relaciones árabe-turcas y el surgimiento del nacionalismo árabe), del erudito libanés Zeine N. Zeine se mostraba escéptico ante la versión de Antonius del nacionalismo árabe.
Para Zeine, el nacionalismo árabe era un fenómeno del siglo XX, una reacción al nacionalismo chovinista turco de la revolución de 1908. Zeine también subrayó que, durante el siglo XX, la lealtad musulmana al sultán otomano era un compromiso emocional mucho mayor que el naciente nacionalismo árabe. Del mismo modo, el libro de C. Ernest Dawn “Del otomanismo al arabismo” desafiaba la narrativa dominante del nacionalismo, subrayando en su lugar el rol del Islam.
Más recientemente, el difunto Fred Halliday, estudioso de las relaciones internacionales, sugirió que “en lugar de preguntarse por qué los árabes no lograron unirse, sería más apropiado preguntarse por qué deberían hacerlo”. Para Halliday, no era sorprendente que los propios árabes, como prácticamente todos los demás en el panorama posterior a la Segunda Guerra Mundial, abrazaran ideologías nacionalistas, o que este abrazo formará parte de un proceso de moralización a través del cual ciertos héroes y prácticas de la cultura “panárabe” se convirtieran en virtuosos y los localizados en más estigmatizados (el uso de dialectos árabes es un excelente ejemplo de esto último). Lo que sí sorprendió a Halliday fue que tales argumentos moralizantes hubieran ganado tanta fuerza entre los observadores académicos.
Sin embargo, aparte de algunos relatos publicados recientemente sobre viajeros árabes en Europa, presentan pruebas a favor de ambos bandos, occidentalización y antioccidentalismo, son exactamente en casi la misma proporción. Por tanto, es difícil escapar a la sensación de que los estudiosos se lanzaron a una señalización de virtudes instintiva, en la que es simplemente descortés sugerir que existe algo en Occidente que merezca la pena emular. La razón de ello es un misterio. Por poner un ejemplo de otro contexto, describir la impronta de la civilización mongola en los pueblos que conquistaron no convierte automáticamente a alguien en propagandista de Genghis Khan.
En su ensayo “El mito del Renacimiento”, el historiador medieval Arthur White desmonta la idea de que el humanismo secular apareció en la Italia del siglo XIV. Francesco Petrarca, más conocido como Petrarca, se jactaba de pertenecer a una nueva era superior a la Edad Media que le había precedido, invocando a Cicerón como modelo de un latín puro perdido. Sin embargo, a pesar de su profeso amor por los escritores clásicos romanos, y a pesar de su afamada escritura italiana (vulgar), el latín de Petrarca no era especialmente bueno.
El historiador del arte del siglo XVI Giorgio Vasari acuñó el término “Renacimiento” (en contraste con la barbarie que lo precedía) como una forma de decir que los pintores de su ciudad natal, Florencia, habían roto su molde. Según White, fue el pensador ilustrado francés Voltaire quien inventó casi en solitario el Renacimiento como precursor de la Ilustración. “Sus líderes, al igual que una nueva familia prominente, tenían un anhelo natural (aunque irracional) de un pedigrí distinguido. Voltaire creía haber encontrado esta noble ascendencia en la Italia renacentista”.
Del mismo modo, el término “Nahda” parece haber sido una forma de invocar la propia ascendencia noble de los árabes, ya fuera real o imaginaria. Sea cual sea el origen de la palabra, el hombre que la popularizó, aunque se refería específicamente a Egipto, fue Jurji Zaydan (1861-1914). No es casualidad que también acuñara el término opuesto: decadencia cultural. Zaydan era un cristiano libanés laico que escribía novelas históricas. Junto con otros como él, se había establecido en Egipto y disfrutaba de su prensa comparativamente libre. Su afirmación de un renacimiento egipcio bajo los jedives gobernantes de ese país, que formaban un estado tributario autónomo del Imperio Otomano, puede haber sido la forma en que Zaydan inventó un pedigrí para la dinastía modernizadora que lo acogía, lo que hizo remontándose a una Edad de Oro árabe anterior: el Califato Abasí.
Kedourie lo sabía, y tanto él como Hourani sospechaban que se trataba de una distracción de la agenda real, que era nacionalista. Es cierto que Muhammad Ali, el gobernante de facto de Egipto que promulgó reformas clave, era real. Las reformas del Tanzimat se llevaron a cabo. La cultura impresa era real y se importó de Europa. Lo mismo ocurrió con la educación de masas y la defensa de los derechos de la mujer. La cuestión es si todo esto formaba parte de un “renacimiento intelectual y cultural árabe del largo siglo XIX”, en palabras del historiador Peter Hill, de la Universidad de Northumbria. Si el ciclo de auge y decadencia cultural está pasado de moda, ¿qué significado tiene el supuesto renacimiento del siglo XIX? ¿Qué está reviviendo y de qué muerte se habla?
En el islamismo premoderno, el estudio de la poesía árabe “pagana” de la época anterior al Islam se aceptaba a regañadientes como parte de la educación religiosa. Sin embargo, el carácter irreligioso de esa poesía hizo que, en palabras del erudito húngaro Ignaz Goldziher, “la poesía de un pueblo [fuera] una protesta viva contra la religión de ese mismo pueblo durante siglos”.
Otro erudito, Helmut Ritter, dio otro ejemplo de esta tensión entre la sociedad contemporánea y sus orígenes de la “Edad de oro”, a partir de los escritos del teólogo Abu Hamid al Ghazali: “Cuando el gramático Jalil [ibn Ahmad] fue visto en sueños después de su muerte y le preguntaron qué había sido de él, se dice que respondió que todo lo que había realizado en vida había resultado en vano, excepto ¡Gloria a Dios! ¡Alabado sea Dios! No hay más dios que Dios, y Dios es grande”.
Para al-Ghazali, a Dios le importaban los muchos logros de Khalil, entre ellos deducir las reglas de la gramática árabe y descubrir la métrica poética. Lo único que contaba era que Khalil repitiera fórmulas piadosas. Del mismo modo, y aparte de los llamamientos a medias al Egipto faraónico, a los babilonios y a los fenicios, ningún nacionalista árabe realizo nunca un llamamiento serio para restaurar las glorias de la antigüedad, especialmente de la Arabia pagana.
Erwin Panofsky, historiador del arte escribe: “La Edad Media anterior al gótico había dejado insepulta a la Antigüedad, y alternativamente había galvanizado y exorcizado su cuerpo. El Renacimiento lloró ante su tumba e intentó resucitar su alma. Y en un momento fatalmente propicio lo consiguió”. Aparte de su grandiosidad, a uno le cuesta encontrar puntos en común entre la visión de Panofsky del Renacimiento europeo y el supuesto despertar del mundo islámico.
Es cierto que los reformistas musulmanes rescataron a autores clave de la niebla de la historia, como demuestra El Shamsy, pero sus esfuerzos tuvieron resultados imprevistos. Por ejemplo, el polímata del siglo XIV Ibn Taymiyya, aunque brillante, era también un cretino y mezquino. Su obra inspiró a generaciones de islamistas empeñados en disparar primero y preguntar después, más dispuestos a matar a otros musulmanes que a matar infieles. Los cristianos libaneses tuvieron poco que ver con todo eso.
En cuanto a la purificación del árabe, reformadores como Muhammad Abduh se opusieron a la prosa ornamentada del último clasicismo y prefirieron el árabe claro de los grandes clásicos recién descubiertos, como al Ghazali e Ibn Jaldun. Una vez más, El Shamsy lo demuestra claramente. Sin embargo, la mayoría de los debates lingüísticos de la época, como las acaloradas polémicas de los eruditos y escritores libaneses Nasif al Yaziji, Ahmad Faris al-Shidyaq y Butrus al Bustani, alcanzaron niveles de libresquismo y pomposidad con los que los floridos escritores “postclásicos” sólo podían soñar. Interpretar “Pierna sobre pierna”, de Shidyaq, una obra cómica picante, divertida, deliberadamente obtusa y autodespreciativa, como un manifiesto político sería como sostener que “Una confederación de imbéciles”, de John Kennedy Toole, expresaba las creencias de un grupo secreto de intelectuales católicos romanos del sur de Estados Unidos en el siglo XX.
El sociólogo Salim Tamari describe la tendencia arabizante entre los cristianos de la Gran Siria entre finales del siglo XIX y principios del XX como una “Nahda ortodoxa”. Generalmente acomodados, estos cristianos locales querían más árabe en la iglesia y menos griegos étnicos ocupando altos cargos eclesiásticos. Como hábiles operadores políticos, se aliaron con los musulmanes cuando ello servía a sus intereses. No les entusiasmaba en absoluto la caída del Imperio Otomano, en vista del caótico estado de naturaleza hobbesiano que podría resultar. Muy pocos lo estaban.
Estudios recientes apoyan la conclusión de Kedourie de que, independientemente del resentimiento que sintieran los árabes hacia el centro imperial de Estambul, la opción otomana era enormemente preferible a lo que podría resultar de su ausencia. Sin embargo, fue el cristiano Antonius quien encauzó estos numerosos fenómenos en un elaborado andamiaje llamado el “Renacimiento”, y Gibb entre muchos otros, mordió el anzuelo.
El momento de descartar la fantasiosa idea de una “Nahda”, ya sea como movimiento o como periodo histórico, llegó y se fue en 1953 con la defensa doctoral de Elie Kedourie. Ahora todo lo que podemos hacer es preguntarnos por qué estudiosos actuales como Tarek El Ariss, Rebecca C. Johnson, Stephen Sheehi y muchos otros se disputan reivindicaciones cada vez más exageradas. El mito de la “Nahda” representa un comprensible pero erróneo deseo de legitimidad entre modernizadores de todo tipo, desde los defensores de la democracia nacionalista y laica hasta los marxistas de la vieja escuela en el Medio Oriente y sus admiradores occidentales.
Es una forma de demostrar que son los abanderados de una auténtica identidad árabe que surgió en algún momento antes de la Primera Guerra Mundial. Los villanos son una serie de entrometidos actores extranjeros y sus desleales aliados entre las minorías de la región: Turcos, europeos y sionistas. Si no fuera por sus maquinaciones, una utopía nacionalista árabe (o un bloque de repúblicas al estilo soviético) habría surgido de forma natural de los restos del Imperio Otomano.
Se podría argumentar que dividir la historia, especialmente la historia intelectual, en periodos arbitrarios constituye un blanco fácil. El historiador de la Universidad de Oxford Lucian George señaló el “perpetuum mobile” de los historiadores profesionales entre utilidad y artificialidad en relación con esta práctica. Es decir, aunque los periodos históricos son útiles, en particular el itinerario en tres partes de “Antigüedad-Edad Media-Modernidad”, no resisten un examen minucioso.
George observa cómo este cliché “se condensa con frecuencia en un pareado de prosa contrastada, cuya primera línea concede la utilidad o incluso la necesidad de la periodización, mientras que la segunda lamenta su artificialidad”. ¿De qué sirve la idea de una “Nahda” cuando no sirve a la conclusión, asumida desde el principio, de las esperanzas nacionales árabes suscitadas y luego sofocadas?
Tal vez la idea romántica de que las pancartas revolucionarias de una sociedad secreta catalizaron un despertar nacional árabe ya en marcha satisfaga mejor nuestras emociones que un análisis más sólido, que implique a la política otomana local y las disputas legales sobre el estatus de sus territorios. Una sociedad secreta árabe es una buena historia, y las buenas historias tienen la costumbre de imponerse a las aburridas tesis del cambio gradual.
En cierto sentido, el escepticismo de Kedourie no era tan diferente del paradigma poscolonial, hoy ortodoxo, que Occidente, y en concreto sus bienintencionados vagabundos de Gran Bretaña y Francia, rompieron en el Medio Oriente tras la Primera Guerra Mundial. En lo que Kedourie difería era en su profunda desconfianza hacia las ideas revolucionarias, los motivos de sus partidarios y su conexión real con las masas oprimidas cuya suerte pretendían mejorar. Sobre esta infeliz inmensa mayoría, Kedourie se permite un poco de humor seco, dejando hablar al subalterno:
“Pero, ¿dónde están los sirios en todo esto? [Patrick] Seale no nos dice lo que ellos, el corpus vil en todos estos experimentos [ideológicos], piensan de todo esto. Pero quizá no importe, porque nunca estuvieron muy acostumbrados a que se les pregunte su opinión sobre sus gobernantes. Para ellos el hombre feliz siempre fue aquel que tiene una bella esposa, una casa confortable, una ocupación lucrativa, que no conoce al gobierno y a quien el gobierno no conoce; en resumen, el hombre privado”.
Puede que el ingenio de Kedourie rozara el desprecio, como sugería Khalidi. Aun así, tras la islamización de los años setenta, la “Primavera árabe” y sus secuelas, es decir, las guerras de Siria y Yemen, entre otras, es difícil aceptar la idea de que su escepticismo estuviera fuera de lugar.
Khalidi tenía razón cuando escribió que las ideas que Antonius expuso en “El despertar árabe” “se convirtieron en cierta medida en parámetros para el campo”. Sin embargo, ¿por qué tuvo que ser así casi un siglo después? ¿Cómo es posible que los humanistas y científicos sociales, encantados con todo tipo de esquemas interpretativos actuales, recurren con tanta fiabilidad a esta vieja y cansada fantasía romántica?
En cierto sentido, la exigencia de Gibb de que Kedourie adoptará la “gran narrativa del nacionalismo árabe” de Gelvin para poder hacer carrera académica representó el legado duradero de Gibb. Como su compromiso “progresista”, el nacionalismo árabe romántico se convirtió en una prueba de fuego para los marxistas académicos y sus admiradores en el Medio Oriente, a pesar de la falta de pruebas que respalden la teoría.
[Se prohíbe expresamente la reproducción total o parcial, por cualquier medio, del contenido de esta web sin autorización expresa y por escrito de El Intérprete Digital]
Mark S. Wagner es doctor en Estudios Islámicos y de Medio Oriente por la Universidad de Nueva York. Enseña lengua árabe y otros cursos relacionados con Medio Oriente en la Universidad Estatal de Luisiana y escribe sobre literatura árabe y judía, derecho islámico y relaciones judeo-musulmanas.
N.d.T.: El artículo original fue publicado por New Lines Magazine el 25 de noviembre de 2022.