Por Ali Al Saffar para Iraqi Thoughts
Si tuviera que inspirarme en el estilo de escritura de las últimas 300 páginas que leí, diría que mis sentimientos hacia este libro son tan extremos como el clima de Bagdad. Por otro lado, historias de héroes como Harith Al Sudani deben ser contadas, particularmente en un tiempo donde los iraquíes parecen estar siendo apartados de la historia de la lucha contra el Daesh. The Spymaster of Baghdad [El jefe de espías de Bagdad] hace un buen trabajo en llevar al lector a través de la historia de la célula de inteligencia de los Halcones Iraquíes (N. de T.: una unidad antiterrorista dependiente del Estado de Irak), cómo y por qué fue concebida y los triunfos obtenidos que, por la naturaleza del trabajo, no son necesariamente de público conocimiento. El libro se centra en cuatro personajes principales: Abu Ali Al Basri, el jefe de los Halcones, Harith y Munaf Al Sudani, dos hermanos de la ciudad de Sadr cuyas hazañas contra Daesh forman la mayor parte de la historia y Abrar Al Kubaisi, una joven mujer bagdadí que se radicaliza y une al Daesh con la ambición de mejorar sus capacidades con las armas químicas. The Spymaster of Baghdad logra contar estas historias, es un libro cautivante que consagra la inimaginable valentía de Harith, el espía iraquí que salvó cientos de vidas.
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Pero este libro tiene a la vez numerosos errores. Tiene secciones enteras compuestas casi enteramente de lugares comunes (“Ayman Al Zarqawi [sic] esperaba reavivas las batallas teológicas bañadas en sangre que se habían disputado en Irak doce mil años atrás”) o giros orientalistas, como la corrupción de los iraquíes (“Era tan inocente como un hombre iraquí podía ser”). Algunas caracterizaciones de la autora eran tan distorsivas que lo dejaban a uno pensando cómo puede haber estado tantos años trabajando en el país. Todos sabemos que los bagdadís no consideran a una mujer de veinte años como “casi en el límite de las solteras aptas para consideración”.
La autora tampoco contempla el contexto y atribuye los comportamientos como producto de una ‘iraquidad’ innata antes que a las circunstancias. En un punto, las familias quedan detenidas por horas en una autopista cerrada súbitamente por la armada estadounidense, haciendo que los conductores deban contemplar distintas opciones. Para la autora, esta no es una reacción natural ante el embotellamiento sino una parte de un defecto mayor propio del iraquí: “Como es usual, los iraquíes tomaron las señas de tránsito como simples sugerencias y los conductores impacientes se apresuraron a tomar cualquier desvío posible, ansiosos por avanzar tan solo un paso en la interminable demora”.
Otro defecto de carácter según la autora tiene que ver específicamente con los periodistas iraquíes, que no pueden pensar críticamente y “como siempre, aceptaron lo que las autoridades les dijeron”. Esta crítica, viniendo de la dirección del New York Times Baghdad es particularmente irónica y parcial, ya que fue una alumna de la organización, Judith Miller, quien jugó un rol integral en difundir mentiras sobre Irak al público en la previa de la guerra de 2003. La autora debería leer la defensa de Miller antes de difamar a todos los periodistas iraquíes: “Mi trabajo no es evaluar la información del gobierno y convertirme en una analista de inteligencia. Mi trabajo es decirle a los lectores del New York Times lo que el gobierno pensó del arsenal iraquí”.
Más allá del tono, el libro es problemático en su revisión de la historia reciente de Irak. La cronología de los sentimientos públicos es desatinada, los cuerpos no ‘reemplazaron a los patos’ en el Tigris en 2004, cuando los que se inclinaron por la violencia apuntaron sus armas a las tropas estadounidenses en lugar de hacerlo entre ellos. Su relato de un terrorista de Daesh, Abrar, quien había dejado a su familia en Bagdad para partir a Mosul (pasando a través de Siria y Turquía) con la ambición de utilizar ricino para envenenar la provisión de agua potable de Baghdad, rozó la romantización. Si Abrar dejó a su familia para unirse al califato y matar gente, ¿por qué ella se sorprendería de que el terrorista estuviera “solo interesado en alcanzar el máximo número de muertes que un ataque con ricino pudiera causar” ? El marco para las motivaciones de Abrar en el libro pendulan incoherentemente entre un deseo de retornar al período de oro de la excelencia islámica en ciencia y un deseo de matar indiscriminadamente a cuantos herejes sea posible. Además de la inconsistencia, toda la historia de Abrar no encaja con la de los otros tres protagonistas y deja al lector preguntándose por qué fue incluida en primer lugar.
Quizás el peor error aparece más tarde en el libro, cuando el protagonista principal “posiciona la alfombra de su padre hacia el este, en dirección a la Meca”. La Meca, por supuesto, queda al oeste de Irak. Ese desliz explica mucho: este libro parece haber sido escrito en Hollywood.
Pero aquí aparece la paradoja. Mientras el tono y lenguaje de este libro resultan hostiles frente a este iraquí, el propósito más general del libro es el opuesto. La autora dice que su objetivo es “recalibrar la historia de Irak lejos de aquella que hasta hoy se centró en los pecados, sufrimiento y victorias estadounidenses e iluminar el admirable rol que los iraquíes jugaron, los sacrificios que hicieron en defensa de su país y el mundo en la guerra contra el terrorismo”. Son objetivos nobles y un justo análisis del libro daría cuenta del hecho de que la autora sí echó luz en el heroísmo iraquí que muchas veces pasó inadvertido. Los iraquíes no pudieron documentar y transmitir la historia contemporánea a una audiencia mayor. El libro, a pesar de sus fallas, logra inmortalizar al menos los sacrificios de Harith Al Sudani.
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Ali Al-Saffar es iraquí-británico, trabaja en temas de energía y economía de Medio Oriente y Norte de África. Es un ávido lector de libros sobre Irak. i
N.d.T.: El artículo original fue publicado por Iraqi Thoughts el 4 de mayo de 2021.